LO ETERNO Y LO MODERNO. LA CRÍTICA Y EL OTRO BAUDELAIRE

Heriberto Yépez

La idea de lo moderno en Baudelaire ha sido pésimamente leída. Como sucede con su idea de la analogía universal, la idea de lo moderno es leída extirpando su teología matriz. El posmodernismo separó esta idea de su díada, distorsionando a Baudelaire hasta volverlo un posmodernista, un culturalista, un frívolo apologeta de lo frívolo. Releeré qué es lo “moderno” en Baudelaire.

En El pintor de la vida moderna, Baudelaire repiensa la función de la crítica. Pero sus ideas sobre lo moderno no habitan exclusivamente ese largo ensayo (o teorética crónica). Por ejemplo, en Salón de 1846, clarifica: 

“El romanticismo no radica… ni en la elección de los temas ni en la verdad exacta, sino en la manera de sentir… Para mí, el romanticismo es la expresión más reciente, más actual de lo bello… Quien dice romanticismo, dice arte moderno —es decir, intimidad, espiritualidad, color, aspiración a lo infinito—, expresado por todos los medios que contienen las artes”.[1]

Lo romántico es una sensibilidad del individuo y la manera en que lo bello se expresó en esa época. Y decir romanticismo, según Baudelaire, es decir “arte moderno”. El arte moderno es intimidad y espiritualidad; color y aspiración a lo infinito. Nótese este orden de casi antítesis: intimidadespiritualidadcoloraspiración a lo infinito. Baudelaire agrega que el arte moderno expresa estas dicotomías “por todos los medios que contienen las artes”. Por este carácter dicotómico (contradictorio) de lo romántico-moderno y por su amplitud de recursos artísticos es que muchos románticos/modernos a Baudelaire no le parecen completamente románticos/modernos. Unos rehúyen del color, otros de la espiritualidad, otros de la intimidad y otros de la aspiración a lo infinito. Baudelaire es un hiper-romántico.

Hay otros lugares (ensayísticos y versísticos) que podría usar para detallar y zig-zaguear la idea de lo moderno en Baudelaire, pero prefiero ocuparme más pausadamente de El pintor de la vida moderna (1860-1863 y 1868). Ahí Baudelaire anota que expondrá “una teoría racional e histórica de lo bello, opuesta a la teoría de la belleza única y absoluta”. 

Baudelaire no dice que lo bello carezca de elementos absolutos (metafísicos) ni que sea exclusivamente histórica (cultural), sino que combate una “teoría de la belleza única y absoluta”, una pura metafísica del arte. De inmediato declara que su exposición busca “mostrar que la belleza tiene siempre e inevitablemente una estructura dual”. Demasiados comentaristas de Baudelaire olvidan que el arte bello es una díada. Absoluto y época. Dios y documento. Metafísica y moda. 

Baudelaire asevera:

“Lo bello está constituido por un elemento eterno, invariable, cuya cantidad resulta harto difícil de determinar y, por un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, cada vez o en conjunto, la época, la moda, la moral y la pasión. Sin este segundo elemento, que viene a ser como el envoltorio divertido, chispeante, el aperitivo del divino pastel, el primer elemento sería imposible de digerir, inapreciable, no apto ni apropiado para la naturaleza humana. Reto a cualquiera a que descubra alguna muestra de belleza que no contenga ambos elementos”.[2]

La circulación desgastada de Baudelaire omitió que su definición de belleza incluye tanto lo eterno como lo epocal. Recomiendo al lector despedirse de ese Baudelaire banalizado como un dandy privilegiado por el ennui, brindando por lo fugaz. Esta es una caricatura autocomplaciente instituida en más de un mundo literario. Baudelaire, por el contrario, piensa que lo bello y el arte contienen “un elemento eterno, invariable” en contraposición a los “elementos variables de lo bello”. El elemento eterno-invariable es dotado por el Absoluto mediante misteriosas leyes. Baudelaire acepta que él no puede determinar la “cantidad” del elemento eterno-invariable que hay en lo bello. Pero indica que el elemento metafísico está ahí. 

El otro componente de lo bello es variable, relativo, circunstancial. Se trata de la época, la moda, la moral y la pasión. Este componente es el envoltorio chispeante, divertido, que hace digerible al elemento eterno-invariable. Baudelaire no lo describe totalmente. Pero sus alusiones permiten pensar al elemento variable como un envase o tejido que alberga o despliega al elemento invariable. Digamos: lo epocal y la moda hacen apetecible al Absoluto para el gusto. Baudelaire es un poeta maldito ¡y también un teólogo! Quizá lo más exacto sería decir que Baudelaire es un teólogo maldito. Un maldito teólogo.

¿Qué es lo moderno en Baudelaire? Lo moderno no es lo exclusivamente efímero, pasajero, transitorio, sino un método para “extraer lo eterno de lo transitorio”. Esto me interesa subrayar: lo moderno en un método. Un método de tirer l’eternel du transitoire. Este método ocurre en el mundo y en el individuo. Un método para contemplar lo eterno en lo transitorio. 

Baudelaire creía que su época buscaba lo eterno en lo religioso y lo clásico. Empujaba a sus contemporáneos a buscar lo eterno en lo profano y lo moderno. Atendiendo lo profano y lo moderno, la mayoría perdió de vista lo eterno baudelaireano. 

Dice Baudelaire: “…la modernidad… Se trata… de desprender de la moda lo que ésta pueda contener de poético en lo histórico, de extraer lo eterno de lo transitorio”. En Baudelaire la modernidad no es una época después de otras (y antes de otras que le seguirían), sino que la modernidad es cómo la época envuelve, contiene, amalgama o trenza con la eternidad. Modernidad y Eternidad son los dos lados de la realidad en Baudelaire. 

La metafísica de Baudelaire fue tímida y furtiva. Y sus memorables viñetas sobre el dandy, el flâneur, el artista y otras figuras nos persuaden de que Baudelaire es uno de ellos. Yo diría que incluso el poeta de Las flores del mal y Pequeños poemas en prosa son alter egos suyos. Creo que leer los distintos sujetos poéticos creados por Neruda, ya no digamos Pessoa, nos permite leer mejor el experimento lírico de Baudelaire. O si queremos entenderlo un poco más tradicionalmente (con Rimbaud): cuando escribe poesía, Baudelaire es otro. Pero ese yo lírico (diabólico), ese alter ego lírico de Baudelaire (caricaturizado) suele obnubilar pasajes enteros de su pensamiento, incluso volviéndolos ilegibles.

Evidentemente el periodo posmodernista hizo una lectura tuerta de la teoría de lo bello y lo moderno en Baudelaire. Si queremos disculpar al posmodernismo —que se creyó equivocadamente marxista y aún más equivocadamente post-marxista— podríamos decir a su favor que fue productivo el malentendido de la modernidad de Baudelaire. Este malentendido posibilitó los manifiestos de Venturi, Jencks y Lyotard y, de otra manera, posibilitó el desencanto en Jameson y Baudrillard.

Foucault tampoco entendió a Borges. Pero citar una de sus absurdas enumeraciones al principio de Las palabras y las cosas inspiró a Foucault. El filósofo francés no necesitaba saber que Borges, en realidad, también era un teólogo de la literatura, que creía que la perplejidad estética ocurre cuando indefectiblemente se barajean temas de la Eternidad. Para Borges, no había caos ni arqueología que no condujera a Dios. En Baudelaire y Borges, la divinidad es el misterio central. El núcleo inefable que posibilita todas las variaciones de lo baladí.

En lo fundamental, Baudelaire coincide con Hegel o Heidegger. Y agregaría de inmediato: con Marx y Freud. El ser humano es mitad histórico y mitad metafísico. También el arte. El arte es bello porque reúne ambos componentes. El arte es eterno y moderno. Esta es la teoría de Baudelaire, que es una teoría más o menos religiosa, teológica y, a la vez, más o menos decimonónica, es decir, altamente revolucionaria. 

Baudelaire escribe: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable”. Por eso luego afirma que cada época tiene su propia modernidad, es decir, sus propias manifestaciones culturales, efímeras, históricas; sin que olvidemos que tal modernidad en Baudelaire intersecta al otro elemento. La modernidad es el contenedor degustable que permite obtener lo eterno de lo transitorio, que es la finalidad (¡involuntaria!) del artista y la finalidad (cósmica) del arte. Mitad humano. Mitad no-humano. Y cada obra variablemente mundana e incuantificablemente eterna. Lo estético como metamorfosis discontinua de lo eterno.

Uno de los motivos de la borradura del elemento teológico en su teoría del arte, es que su largo estudio sobre el artista de la modernidad enfatizó la importancia de no “despreciar o prescindir del elemento transitorio y fugitivo”. Este énfasis distrajo y confundió a los lectores posteriores, como hizo el populoso desfile de figuras en su ensayo en entregas, en que se ocupa no sólo de la modernidad y el artista sino también de la vestimenta y Sr. C. G., el dandy y el flâneur, el niño y el hombre de mundo, el militar y la prostituta, el maquillaje y el coche. Sus referencias a lo eterno se pierden, finalmente, en esa pasarela parisina. Como remate, a Baudelaire se le desleyó (laicamente) por el propio impulso cada vez más ateo de las vanguardias y los posmodernismos.

Baudelaire enfatizó lo fugitivo (lo cultural) porque en el siglo XIX escaseaban críticos capaces de apreciar lo moderno. El siglo XX, la vanguardia triunfó y el gusto por lo nuevo terminó imperando en el art world y, sobre todo, en el gusto global mainstream. Prácticamente, todos somos vanguardistas. Incluso quienes se oponen al arte contemporáneo, por ejemplo, le recriminan su falta de verdadera transgresión o novedad. Los llamados conservadores idolatran al genio moderno; y los más liberales, a las técnicas vanguardistas democratizadas. Y en el terreno de la crítica, las universidades y editoriales de avanzada impusieron el consenso del paradigma historicista, sociologista, culturalista sobre el gusto y el arte mismo. La teoría social del arte es el nuevo dogma. La modernolatría triunfó.

Nuestra época es distinta a la de Baudelaire. Ahora, en el siglo XXI, escasean los críticos capaces de comprender lo no-histórico. Y esta escasez bien podría ser inexistencia. En el siglo XIX lo inadmisible, cuestionable o irrisorio en el arte y la academia solía ser el gusto por lo efímero, lo popular o lo contemporáneo. En el siglo XXI, lo inadmisible, cuestionable e irrisorio es el gusto hacia lo eterno. Si yo leyera este ensayo ante un auditorio universitario, la nueva academia cuchichearía o resoplaría ante la sola mención de lo eterno del arte, de un modo análogo como la vieja academia desesperaba ante lo moderno del arte. Nuestro escotoma es lo eterno.

Espero que haya lectores que entiendan lo puesto en juego en esta revisitación a Baudelaire. La época electrónica es capaz de entender tanto su congénita ephemera (matérica o virtual) como la dimensión no-humana de la realidad. Baudelaire ya no conoció nuestro mundo. Sus observaciones, terminologías y énfasis no pueden aplicarse directamente a nuestra ultra-mundialización. Pero si algo debemos in-corporar de Baudelaire es el problema de la función del crítico retomando en cuenta el misterio de la calidad y la cantidad de los elementos transitorios y eternos en la obra de arte. 

Espero que mi incómoda relectura de Baudelaire contribuya a alguna discusión futura. La crítica contemporánea todavía no sabe serlo. Y cuando sepa, probablemente, será ya caduca. Sólo en el futuro podrá existir plenamente el crítico. No necesariamente humano.


[1]“¿Qué es el romanticismo?”, en Poesía completa, p. 1107.

[2]“El pintor de la vida moderna”, en Poesía completa, pp. 1371-1372.