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JUSTINO FERNÁNDEZ, ERUDITO CRÍTICO ESPIRITISTA

Heriberto Yépez

Me fascina la crítica como anacronismo metafísico. Comentaré aquí a un continuador mexicano de Baudelaire, menos poético pero más erudito. Justino Fernández creía que la crítica era una revelación hermenéutica sólo apta para especialistas.

Justino Fernández es quizá el mejor crítico de arte mexicano del siglo XX. Lo oculta su poca gracia estilística y el poder político y poético de Octavio Paz, el otro gran crítico de arte de ese periodo mexicano. Desgraciadamente, Fernández devino una especie de autor empolvado en las librerías de viejo y en la hagiografía burocrática de Ciudad Universitaria.

Pero si buscamos propuestas teóricas en la crítica de arte en México, antes de Juan Acha y Octavio Paz, sobresalen algunas páginas de Justino Fernández. Me enfocaré en una intervención suya que resume su visión de la crítica: “El lenguaje de la crítica de arte”, su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en 1965. Leamos aquí su definición del crítico. 

La palabra clave de los episodios teóricos de Justino Fernández es síntesis. El crítico debe conseguir una síntesis, noción que en Fernández tiene un sentido vectorial y químico. El crítico debe contar con sensibilidad, inteligencia, imaginación y cultivo histórico. Dice Fernández: 

“Ya que la obra de arte es una síntesis expresiva de las condiciones del artista, y que éstas son semejantes, en principio, a las [condiciones] del crítico, la cuestión de la crítica radicará en las coincidencia entre las condiciones de uno y otro, consideradas como polos de un mismo eje… La relación del crítico se establece con el artista, por medio de la obra de arte, y no con ésta como cosa, como algo que sólo esté allí para se objeto de un goce estético y de una consideración teórica… Por el contrario, la crítica de arte, en su más alto nivel, es testimonio de relaciones humanas; es la expresión de cómo un hombre, el crítico, siente, comprende e imagina que es otro hombre, el artista, partiendo siempre de la obra u obras específica”.[1]

Para este tipo de crítica hermenéutica, la obra de arte (“síntesis expresiva”) es una memoria que alberga las condiciones históricas y personales del artista. Esta memoria es síntesis porque distintas fuerzas y contenidos convergen en la obra. La memoria es expresión porque requiere a un artista como mediador sui generis. La obra como síntesis expresiva es inusual y magistral. La obra de arte aquí representa a una época y colectividad gracias a su forma excepcional. Las obras que cumplen la paradoja de ser síntesis y excepciones permiten la acción del crítico.

Para Justino Fernández, el artista y el crítico se sitúan en polos opuestos de un mismo eje. El eje son las condiciones compartidas por ambos. O, mejor dicho, el eje aparece cuando el crítico logra sintonizar el mundo (espiritual e histórico) irradiado por la obra de arte. 

Entre ambos polos de ese eje sintónico está la obra de arte. El crítico logra conocer el mundo del artista por medio de la obra, que contiene ese mundo sintetizado. La crítica desempaca al mundo del artista. Estudiando y reexperimentado la obra, el crítico expresa (escrituralmente) cómo siente, comprende e imagina qué es ese otro humano, el artista. Para Justino Fernández, la crítica de arte es testimonio de cómo un ser humano se relaciona con otros por medio de la obra de arte. Ese testimonio es tan convulsivo como sigiloso.

Fernández repetidamente define a la obra como una “una síntesis emocionante”. Esta síntesis es emocionante porque la co-incidencia de muchas fuerzas en la obra de arte crean un intenso campo afectivo que se activa con el contacto (estético e intelectual) con esa obra. La obra nos emociona porque está llena de fuerzas. La obra como radiografía de la yuxtaposición del mundo del artista y el nuestro.

En principio, para Fernández “la crítica de arte… nos pone en relación con otros hombres del pasado y del presente, por medio de sus obras”. Pero el encuentro sólo vale como acto de crítica de arte si el crítico establece la originalidad de esa obra y artista.  “Si suprimiera la comparación con otras obras del pasado y de su tiempo, abandonaría la posibilidad de establecer la originalidad”.[2]La crítica de arte busca compartir un mundo con un humano excepcional. Fernández es un crítico romántico.

Como en Baudelaire, en Fernández hay una teología subyacente. Dice, por ejemplo: “Al fin y al cabo, los humanos nos interpretamos unos a otros, e imaginamos cómo son los demás, porque saberlo a ciencia cierta, sólo a Dios es posible” y en otra parte: “Lo expresado corresponde en última instancia al misterio que es todo hombre”.[3]Aquí Dios es el único posible científico del arte. El humano sólo es crítico de arte: sólo interpreta, sólo imagina. Y cada humano, a su vez, es un misterio o, al menos, se vuelve un misterio. El fantasma al otro extremo del eje sintónico.

La crítica de arte de Fernández depende de una leve teología romántica. Como leve teólogo romántico, Fernández exige al artista un esfuerzo inmenso que conjuga dominio de la técnica, inmersión de la tradición y, sobre todo, originalidad verificable. El crítico debe realizar un estudio histórico-comparativo para identificar y certificar la originalidad formal del artista y sus implicaciones “circunstanciales y universales”, es decir, de qué manera el artista alteró su campo artístico nacional e internacional. Esta alteración puede ser inmediata o retardada. 

Si leemos la conferencia de Fernández en 1965 podremos comprender las páginas que dedica a la cuestión de los neologismos en la crítica. Fernández tenía entonces 61 años. Él era un crítico que creció con la invención y canonización del muralismo y los estudios prehispanistas, así como la creación de la idea del arte nacional mexicano. Era un hombre del paradigma de las Bellas Artes, con la pintura como centro. En 1965, la emergencia del arte contemporáneo, desde el Happening hasta el Pop Art, no revolucionó su mirada, ya solidificada desde décadas atrás. Así que en su discurso de 1965, Fernández quiere advertirnos contra el uso o simpatía por los neologismos en el mundo del arte. En ese momento había una explosión mundial de nuevos términos para designar técnicas, movimientos, intenciones e incluso nuevas disciplinas artísticas. Había, en realidad, una nueva manera de pensar y hablar del arte. Fernández, desde su propio mundo, se resistía ante la nueva escena.

Además, Fernández provenía de una tradición intelectual donde el crítico de arte intervenía en medios y foros más allá del puro ámbito académico. Por eso recomienda que el crítico se prohíba “la posibilidad de ser deliberadamente enigmático, si en verdad pretende la comunicación con otros, que es lo que justifica su actividad”.[4]Fernández incluso pide al crítico escribir de modo discreto.

Fernández visualiza al crítico como un empático analista, un historiador filosófico, conminado a ser un escritor claro. No debe olvidar, además, que informa a los lectores de “una comunicación espiritual entre el arte, y los artistas y el público”.[5]En 1965, Fernández era un crítico conservador, reticente al arte contemporáneo mundial. (Pero no lo olvidemos: este último Fernández era contemporáneo de los efímeros pánicos de Jodorowsky, las provocaciones de Gurrola y los stunts de Cuevas). Leído en el siglo XXI, su sutil teología y su culto de la crítica como actividad mediúmnica erudida resulta tan intrépida como el video-art y el performance contracultural.

Hay otros detalles que hacen interesante su concepción de la crítica. Compendiaré un puñado.

En Orozco de 1942, Fernández anota que la forma de la conciencia artística no tiene como fin expresarse “sino sino irse expresando pluralmente, cavando a lo largo de la vida del artista”.[6]La obra es un episodio expresivo. La expresión total del artista sólo se realiza a lo largo de su vida-obra y sólo se puede conocer en retrospectiva por la crítica. Fernández aborrecería este término, pero está afirmando que la conciencia artística más que expresiva es transpresiva.

En su Prometeo de 1945, Fernández sintetiza que la obra artista es “una bella expresión de la conciencia”.[7]Fernández quizá no utilizaría el término, pero está diciendo que la obra es eunoia, bello pensar. Desafortunadamente, lo eunoico es también una idea que nuestro tiempo ha perdido, alegando que lo bello es un efecto puramente social. La obra como eunoia es una hipótesis más interesante.

Y en Coatlicue de 1954, la crítica (“una síntesis de la razón y de la pasión”) ocurre, según Fernández, gracias a una conmoción estética que conduce a la conciencia estética completa por medio de un doble revelación:

“la conmoción estética producida por la obra de arte ha de completarse con el contenido histórico, sólo así se puede alcanzar la conciencia estética completa… Es la conmoción estética inicial la que verdaderamente provoca la apertura a la comprensión y redondea ésta para sí al darle una imagen, un contenido histórico, válido para su objeto. Aquí me parece que encontramos el puente que articula una y otra actitudes y que es la revelación, por la conmoción estética de la belleza de la obra, y la revelación de su contenido o sentido histórico, por la investigación crítica, interpretativa”.[8]

El crítico expresa tal “revelación consciente estético-histórica” gracias a la revelación inicial de belleza de la obra que lo conmueve, y que luego él debe transformar en un estudio, donde ocurrirá otra revelación de su contenido o sentido histórico. Revelación primera en el encuentro con la obra. Revelación segunda al investigarla. La crítica de arte como reincidencia de la revelación.

El método de Fernández es iconológico y doxográfico, pero también con disimulados saltos románticos, hasta proponer un canon. Como todo buen romántico: quiere un canon, quiere un panteón teológico-estético. Su método puede parecer muy sensato: una crítica hermenéutica. Pero como vieron los detractores de la hermenéutica, se trata de una metafísica y una teología. Pero, como no supieron observar tales detractores, la crítica nunca ha dejado de ser metafísica ni hermenéutica. Y cuando el crítico insiste en no serlo, qué ingenuo.

Me interesa aquí, entonces, recuperar a Justino Fernández. Pero no como una reiterada figura del paradigma nacional-académico de la crítica (centralista) en México, sino como un emocionante crítico metafísico comparatista que, por una parte, elaboró pausados estudios sobre el obras del canon y, por otra parte, como un crítico que poseía una disimulada idea de la crítica como operación fantasmagórica. 

La obra de arte como reservorio de mundos expresados por geniales artistas inusuales. Y la crítica como un acto de alineación espiritual dentro de ejes sintónicos y mediúmnicos que permiten la comunicación espiritual con esos otros sujetos artísticos distantes. La crítica como antigualla probablemente ridícula, museica y, en todo caso, poética y, muchas veces, sobrenatural.

Alfred Jarry llamaba patafísica el estudio de las excepciones. Justino Fernández, que no gustaba de la neologística, a su propia patafísica, simplemente, le llamaba crítica. Él quería pensar a la crítica hermenéutica como prudente perplejidad. Yo prefiero pensarle como delirio persuasivo. 

La historia del arte como mística encubierta. La crítica como adivinación disfrazada de análisis. Toda obra, ouija.


[1]Justino Fernández, “El lenguaje de la crítica de arte. Discurso (fragmento)”, en Pensar el arte, Universidad Nacional Autónoma de México, 2008, pp. 201-202.

[2]Ibid., pp. 214 y 210.

[3]Ibid., pp. 209-210.

[4]Ibid., p. 206.

[5]Ibid, p. 214.

[6]Justino Fernández, José Clemente Orozco. Forma e Idea, Porrúa, México, 1942, p. 22.

[7]Justino Fernández, Prometeo. Ensayo sobre Pintura Contemporánea, Porrúa, México, 1945, p., 3.

[8]Justino Fernández, Coatlicue. Estética del arte indígena antiguo, Universidad Nacional Autónoma de México, 1959 (Segunda edición), p. 263.