1. Piglia maoísta
Cuando Piglia publicó “Mao Tse-tung: práctica estética y lucha de clases” era un cuentista que apenas había rebasado los treinta años. Después de publicar su artículo maoísta en la revista Los libros, Piglia viajó a China en 1973. El joven Piglia era un intrigante comunista.
Piglia proponía a Mao para superar tanto la “metafísica de la creación” (la obra genial romántica) como el “voluntarismo del sujeto” (el compromiso sartreano). Para centrar su opúsculo en Mao, Piglia aminoró su deuda con Althusser. La mejor paráfrasis de su largo artículo está en un pie de página althusseriano:
“…esta distinción no significa (como ha pretendido Lukacs) que una práctica literaria ‘traiciona’ y ‘haga olvidar’ la ideología: una obra no es ‘buena’ a pesar de la ideología, sino con ella, en el procedimiento mismo de hacerla visible, de exhibirla como un momento material de la producción literaria” (123).[1]
Piglia pronto perjudica esta glosas althusserianas con golosinas doctrinarias: “La eficacia estética garantiza el efecto social: para servir al pueblo es necesario resolver en lo concreto de cada práctica particular cómo servir al pueblo” (124). Hay un espíritu de seriedad tejiendo la estética de este Piglia inicial y populista.
En “La esfera de Pascal” —transmutando a Hegel y Marx— Borges dictaminaba: “Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas”. A su vez, Piglia trasmutó esta ontopoética borgeana así: “La historia de la literatura quizá no sea la historia de las obras, sino más bien la historia de una función diferencial, la historia de una cierta relación entre la práctica estética y sus condiciones de producción que son —al mismo tiempo— el espacio de su desciframiento” (121). Piglia revierte lo borgeano hacia una historia racional de la Historia.
Aunque internamente todavía se debatía entre la idea de Mao de un arte y literatura al servicio de la revolución y la díada esquizo-Trotskista (política proletaria, arte burgués), Piglia proclamaba la cancelación de la estética burguesa: “Mao Tse-tung busca los materiales para fundar una teoría del arte y de la literatura que permite a la vez descubrir sus enlaces con el resto de las prácticas sociales y decidir su eficacia revolucionaria” (125). Piglia quería un arte institucionalmente revolucionario.
Piglia receta sin sonrojo: “para poder fundirse con las masas (escribe Mao) hay que hablar su mismo lenguaje” (127). Cree que la “vida del pueblo” es la “materia prima” que la literatura transforma en obra artística mediante “el lenguaje del pueblo” como “modo de producción”. Piglia pretende ensamblar el paradigma popular maoísta con su propio proyecto de otra literatura culta policial (distinta a la ya elaborada por Bioy y Borges).
En esta tentativa más bien destinada a un decoroso fracaso, Piglia logra algunos recordatorios interesantes: “digamos que El Capital de Marx está escrito para el proletariado, a pesar de que… no sea más que un pequeño grupo de ‘especialistas’ quienes estén en condiciones de descifrar un texto que… encontró la legibilidad y pudo ser escrito sólo cuando el proletariado apareció en escena” (135). Lo intelectual y lo popular como zigzag.
Hacia el final de su artículo, Piglia habla de “los distintos ‘contratos sociales’ que se interponen entre un texto y su lectura” (137), sin todavía proponer lo que será su apuesta posterior: el policial letrado como el género literario que permite al escritor argentino culto trasminar la desazón popular con el Estado.
El joven Piglia amaba al Gran Mao.
2. Piglia y la crítica burguesa
Este temprano Piglia creía que lo artístico es siempre un “estilo de clase”. No hay lugar para el artista o la obra como excepción o singularidad. Piglia piensa en el sistema y las clases. Tampoco cree en un valor “universal”. La “crítica burguesa”, escribe, “trata de de ocultar, borrando la marca del trabajo para hacer aparecer el carácter ‘divino’ del valor”. Contra la crítica del arte, Piglia aboga por una “crítica materialista, capaz de descifrar el conjunto de circunstancias materiales en las que se despliega un proceso de producción y a la vez analizar los distintos ‘contratos sociales’ que se interponen entre un texto y su lectura”. Debido a su dependencia a jerga izquierdista estándar, resulta difícil rastrear ideas piglianas en sus escritos izquierdistas. David Viñas —más fértil en este tipo de derivaciones— resulta más original.
“En Argentina, la función de la crítica burguesa no es otra que la de crear los protocolos de lectura que permitan manejar un texto aun antes de haberlo leído”, escribía Piglia en 1972. Aunque, en buena medida, la crítica del Piglia maduro (sus ensayos, entrevistas, conferencias y diarios) consisten, precisamente, en convencer a los lectores y oyentes de los protocolos de lectura para asignar, antes de leerlo, el lugar que Piglia esculpió para sí mismo en el canon argentino.
Esta función burguesa de la crítica para asegurar la propiedad y posición privada del autor, curiosamente, utiliza las ideas de la crítica marxista y estructuralista: “lo fundamental del proceso de producción no es tanto crear productos (en este caso ‘obras literarias’) sino producir el sistema de relaciones, los vínculos sociales que ordenan la estructura de significación dentro de la cual la obra se hace un lugar”.[2] La teoría crítica como coartada de la academia y las literaturas nacionales.
El programa militante del joven Piglia se convirtió en un programa académico para trazar un sistema de relaciones entre autores contemporáneos e invención de precursores para hacerse un lugar en la literatura argentina que, debido a la blanquitud de su prestigio, deviene un lugar en la literatura hispánica en general. La idea marxista-estructuralista del foco en el sistema de relaciones (más que en la obra) se convirtió en una estrategia nacional-burguesa del Piglia tardío para apropiarse de una buena posición en el canon.
La crítica así funciona como operación para apropiarse de una plaza.
¿Cómo podría recuperarse un espíritu revolucionario de la crítica de arte marxista? Poniendo en cuestión la apropiación del sistema de relaciones dentro de las literaturas nacionales y recolocando a la obra al centro de la crítica (aprovechado que ahora la crítica ha sido descentrada del sistema literario-editorial). Esa desestabilización, a su vez, zafa el engranaje de lo literario con la hegemonía nacional-capitalista. Pero Piglia no llegó ahí.
Piglia llevó el marxismo justo donde necesitaba: a la legitimación teorética de una administración, un blindado manejo, del lugar propio en la antología argentina.
3. Del abuso de “ideología”
En “Notas sobre Brecht” (1975), Piglia escribe: “Desmontar esa creencia romántica en el misterio de la ‘creación artística’ es para Brecht la primer tarea que debe realizar una crítica materialista”.[3] No podemos exigir a Piglia explicar porqué Brecht o Arlt, porqué Borges u Onetti, son producidos como artistas en un sistema de relaciones, y no otros, o porqué perviven incluso cuando el sistema de relaciones colapsa. No es un punto ciego exclusivo de Piglia sino de toda la crítica que reniega del enigma del origen de la obra de arte y de la concepción romántica del artista. Ese origen y esa excepción no sólo son misterios románticos sino también misterios del marxismo.
Piglia trabajó toda la década de los setenta sobre este punto ciego en torno a Borges, buscando desmontar su explicación romántica. Para resolver el acertijo, Piglia escribió su mejor ensayo.
La interpretación más original de Piglia como crítico es “Ideología y ficción en Borges” (1979), que des-cubre el mito de creación de lo borgeano.[4] Según Piglia, “la escritura de Borges se construye en el movimiento de reconocerse en un linaje doble”. De un lado los antepasados familiares de índole fundadora, guerrera y valiente; del otro, la estirpe autoral, bibliotecaria y pensativa. El doble linaje que Piglia percibe en Borges es una dialéctica detonante, que remite al duelo entre civilización y barbarie. Para sintetizarlo en una palabra que olvidó Piglia: Borges como co-herencia.
Dice Piglia: “el culto al coraje y el culto a los libros que dividen su obra a la vez temática y formalmente no son otra cosa que la transcripción de ese antagonismo”. Puede leerse “Ideología y ficción en Borges” de Piglia como una réplica a “Kafka y sus precursores” de Borges.
Por su “ficción del origen”, Borges fabrica (falsifica) una historia de su ser-escritor que le concede un poder mitológico para inventar historias que nutren su identidad artificial que, a la vez, da respiración a sus artificios narrativos. La ficción de origen es recursiva: causa y efecto de la potencia cosmogónica del escritor.
Así los relatos borgeanos emergerían de la alternativa entre las armas y las letras, lo criollo y lo europeo, el linaje y el mérito, el coraje y la cultura. Cada relato de Borges corresponde (…mayormente) a una de estas díadas creadoras de series. Y entre las obras sobre violentos y las obras sobre letrados se establecen contrastes y puentes entre los relatos de Borges y su autobiografía. Un poder basado en lo apócrifo.
Borges inventa a su familia como precursora, potestad y portento de su obra. Piglia no lo comenta, quizá para no abandonar el tono racional de su tesis, pero el gesto borgeano tiene mucho de magia comprobable: mientras que una ideología es una falsa causa, la ficción de origen de Borges (que Piglia llama ideología) efectivamente (¡cómo el mismo Piglia muestra!) causó psicopoéticamente lo borgeano. Hay una falla lógica en el ensayo de Piglia, que radica en su uso vago (y doctrinario) de la palabra ideología.
El error de Piglia es no haber preferido el término mitología (en el sentido de Lévi-Strauss y Barthes), que hubiera salvado filosóficamente su ensayo. En términos estéticos, simplemente, debió titularse “Los dos linajes de Borges”. Pero Piglia marquesina forzadamente el concepto de ideología —hecho por el temprano Marx y desechado por el Marx final— ¡para ostentar su linaje marxista!
El ensayo de Piglia sobre Borges es otro eslabón de su serie gris de textos marxistas. Piglia propone algo más que la ideología de lo borgeano, pero, desde su título hasta la terminología, simula ser un ensayo de crítica de la ideología. Afortunadamente, el Piglia escritor salva al Piglia marxista aún en 1979.
En este Piglia borgeanólogo, la crítica furtivamente vuelve a funcionar como una mitología personal, es decir, como aquella empresa que el Piglia maoísta deseaba superar. También para disimular esta remitologización es que Piglia abusa de la noción de ideología. La “crítica de la ideología” como ideología de la crítica. (Ni la obra de arte es ideología ni la crítica de la ideología es crítica de arte).
Si prescindimos de su marxismo sobreactuado, la tesis de Piglia es bella y verosímil: es un relato policial de lo borgeano. La “ficción familiar” de Piglia, sin embargo, oculta su verdadero origen: la tesis de la “novela familiar del neurótico” freudiana. En su ensayo, Piglia no menciona esta deuda directa con el ensayo de Freud.
La novela familiar de Borges es casi inconsciente; la de Piglia, demasiado deliberada. El ocultamiento parcial de fuentes es una estrategia constitutiva de Piglia. Si lo borgeano ocurre imaginando un golem resultante de dos linajes, lo pigliano frecuentemente ocurre escondiendo acreedores. Piglia o la prosa premeditada.
4. Piglia, jacobyno del arte
Las novelas de Ricardo Piglia y César Aira se oponen, pero no su teoría del arte. Ambos son partisanos del artista como inventor o re-formador de fórmulas para hacer obras. Se trata ahí del artificio como forma (que es fórmula) para ejecutar series. Provienen de Duchamp, el formalismo ruso y el arte contemporáneo temprano, especialmente del conceptualismo (entendiendo el concepto como un procedimiento para la producción de series y variantes). Esta epocal filosofía del arte se alimenta, además, de una poética (post-borgeana) de la escritura como puerta giratoria dentro de géneros literarios agotables.
La final cristalización de la teoría del arte de Piglia se sitúa en “Retrato del artista invisible” de 2011. A propósito de la retrospectiva en el Museo Reina Sofía, Piglia se ocupa de Roberto Jacoby y traza su propia visión de cierto arte contemporáneo. Escribe Piglia: “El artista es un creador de formas… construye no sólo obras sino modos de hacer obras”.[5] Por formas Piglia quiere decir procedimientos, formatos, (sub)géneros y modelos para hacer variantes. Aquí artista no es quien logra grandes obras, sino modos de producción de obras (muchas veces menores). Nótese cómo se transformó el concepto marxista de “modos de producción” en “modos de hacer obras”.
“Los modos de hacer arte tienen que ver —más que con estrategias artísticas ‘puras’— con formas de vida que aspiran a la felicidad”. Aquí Piglia ha dejado atrás el comunismo marxista endurecido, y más bien es Stendhal quien sobrevuela esta meta estética, a través de Baudelaire y un dejo de la Escuela de Frankfurt. Esta búsqueda de una felicidad conspirada se asocia a una visión política entre lo clandestino y lo utópico. “El arte imagina formas de vida para las cuales la realidad no está preparada… El arte es una sociedad sin Estado”. El arte como complot inconcluso.
Pareciera que para Piglia el arte es un inconsciente detectivesco, que adelanta pistas sobre un mundo venidero. Piglia tiene una visión policial de la estética. Y plantea este tránsito entre el micro-complot del arte y el futuro previsto como un continuum realista: el arte escenifica en pequeñas sociedades actuales prácticas posteriores mainstream. Una y otra vez, Piglia insiste que micro-experimentos del arte contemporáneo adelantaron, por ejemplo, formas de circulación hoy mundializadas.
Como si Piglia estableciera que la literatura y el arte son realistas no cuando reflejan a su sociedad sino cuando prefiguran lo futuro social. En la filosofía del arte pigliana el arte anticipa. La teoría del arte de Piglia no sólo surge de la lente de la literatura policial sino también por influencia del Sci-Fi. Piensa al arte contemporáneo a través de géneros literarios populares.
Sentencia: “el artista como figura fugaz que va siempre hacia adelante, que no se puede cristalizar, que está en constante fuga hacia el porvenir, que no se puede cristalizar, que está en constante fuga hacia el porvenir”. En otra página agrega: “el artista… ilumina previamente prácticas secretas que un tiempo después se advertirán de modo generalizado y serán de comprensión inmediata”.
El artista es “una figura casi invisible” caracterizada por sus “modos de aparecer y esconderse”. En la óptica policíaca de Piglia, se considera al artista como un previsor fugitivo.
La idea del artista como adelantado comporta, sin embargo, la desventaja de que una vez generalizada su previsión, su obra es de “comprensión inmediata”. Así mucho arte contemporáneo experimental de la posguerra ha terminado convertido en sentido común global. Esta desventura no llama la atención de Piglia.
El orden social imita a la obra de arte; y el artista, entonces, se fuga. O museifica.
De Jacoby, Piglia afirma que “privilegia la producción colectiva, la colaboración, la acción grupal. De ahí su interés por las sociedades experimentales”. En Piglia, el arte adelantó, por ejemplo, “una red de intercambios de ideas, percepciones, lecturas, textos en proceso”. Piglia no habla del arte de redes característico de artistas como Felipe Ehrenberg, Ulises Carrión o Clemente Padín. Se concentra, por estrategia y coyuntura argentinocéntrica, en Roberto Jacoby, y Masotta detrás. Asegura que “en los primeros años 80’s”, la labor de Jacoby “implicaba montar un sistema de circulación en red de mensajes, de imágenes y de textos, mediante fotocopias, envío de fax y llamadas telefónicas en cadena”.
Invoca las figura de las “sociedades experimentales” y la “sociedad virtual”. Piglia imagina al artista como una banda y una conspiración pequeña. “El artista, en principio, trabaja para una red de amigos”. A la vanguardia la identifica con “su política de secta” y su “percepción conspirativa de la lógica cultural”. Piglia también vincula al arte con su recurrente “Teoría del Complot”, que también cree el núcleo espectral de la novela moderna.
El Piglia maduró abandonó la utopía comunista. Pero no la retórica de una sociedad con mayor bienestar; transfirió la meta comunista —con la vanguardia como puente evidente— al arte contemporáneo. El Piglia final, asimismo, sustituyó el problema marxista de la relación del arte y la literatura con el “pueblo” con la relación de la obra con la “cultura popular”.
Su marxismo maoísta, concentrado en los “intereses de clase”, se convirtió pronto en una preocupación por el dinero (una temática que heredó, por cierto, Alan Pauls). En el Piglia maduro, Mao quedó diluido en una especie de Mao Tse-donio Fernández y, finalmente, sus cenizas ideológicas, se mezclaron con la idea del arte como célula forajida inspirada por Los siete locos de Roberto Arlt.
El arte como una heterodoxia provisional que terminará volviéndose sentido común y complot coleccionable. Subyace en Piglia una visión realista, sociológica y pedagógica del arte. Una especie de empatía como carismático sucedáneo de la estética.
Y le importa cómo la obra de arte dialoga con sus antecesoras y cómo prefigura el futuro social, es decir, en Piglia el artista es jaloneado por dos fuerzas opuestas: la tradición y el proyecto. La presencia de los autores muertos es un peso sobre la mente de los artistas vivos. Sólo si arrastra ese peso espectral hay obra de arte, siempre entidad anacrónica; a la vez, hay un peso de los nonatos en la mente artística. El arte es un anacronismo visionario. Lo supieron antes Benjamin y Warburg. Lo más original de la filosofía del arte en Piglia está entre líneas: la directriz secreta de su filosofía del arte contemporáneo es el género literario policial.
A través de lo policial, al principio de su obra, Piglia buscaba vigilar que el arte trabajará para la justicia comunista; el Piglia final ya no vigilaba policiacamente al arte, sino que lo policial se había convertido en una mirada transhistórica según la cual el arte obedece a un complot en que grupúsculos del arte nos dan pistas sobre un sistema social venidero.
Así la crítica del arte queda sugerida como una posible detectivesca.
5. Posdata post-pigliana
Vivimos una época de artes ponientes. Se agota cada disciplina, técnica y género, afortunadamente. Decae todavía la Filosofía del Arte. Pero el arte, ya sin sus formatos, sobrevive como falla eléctrica. No hay mejor tiempo para las hipótesis.
Todo creador cuya obra no sea una demostración doctrinaria ensaya una teoría del arte inconclusa. Mientras el arte no termine, tampoco terminará la estética. Sólo si un autor o crítico se suscriben a un arte ya cerrado puede predicar una estética inequívoca.
Muchos marxistas quisieron desmitificar al arte y la literatura. Fueron demasiado positivistas.
Debido a que aún desconocemos cuál es el origen de la obra de arte, la crítica es una serie conflictiva de hipótesis mitológicas. Por ahora, escapar de la mitología sólo conseguiría expulsarnos del arte.
La crítica de arte es mitología. Pero el crítico de arte no es quien inventa el mito. El crítico es uno de los personajes en algunas variantes del mito.
Cuando (re)aparece dentro del mito, el crítico a veces busca despertar al artista de su mitología; cuando, episodios después, cae en cuenta que al despertar de la mitología, el mito desaparece, el crítico, entonces, inventa, discretamente, otra mitología. Pero ya sólo finge soñar dentro del mito. En verdad, ya el crítico ensueña dentro del mito artístico con un ojo abierto.
No podemos regresar a lo romántico. No podemos, mucho menos, regresar al racionalismo. ¿Y la teoría social del arte? Descansa en paz universitaria.
Jamás como Ahora: el arte es un incompleto misterio.
[1] R. Piglia, “Mao Tse-tung: práctica estética y lucha de clases”, en Literatura y sociedad, Editorial Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1974, pp. 119-137.
[2] R. Piglia, “Hacia la crítica”, en Los libros, núm. 28, Buenos Aires, septiembre de 1972, p. 7. En esta misma encuesta, Josefina Ludmer define: “El trabajo crítico es, sobre todo, una serie articulada de lecturas escritas“. En más de una época, Ludmer tiene una mejor definición operativa de la crítica que Piglia, quien más bien suele tomar ideas y órbitas previas de Ludmer.
[3] R. Piglia, “Notas sobre Brecht”, en Los libros, núm. 40, Buenos Aires, marzo-abril de 1975, p. 4.
[4] “Ideología y ficción en Borges”, en Punto de vista, núm. 5, Buenos Aires, 1979, pp. 3-6.
[5] R. Piglia, “Retrato del artista invisible”, en Carta, núm. 2, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2011, pp. 29-31.