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LA CRÍTICA INFRA-PANÓPTICA. (O: BIENVENIDO, FOUCAULT)

Heriberto Yépez

1. Una visión post-foucaultina del panoptismo

Hay un punto ciego de Michel Foucault acerca del panóptico. Señalaré cuál es este escotoma foucaultiano y cuál su relación con la post-crítica cibernética.

Recordemos el panoptismo según lo explica Foucault en Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Su discusión del panóptico es precedida por su examen de la “gran revista de los vivos y muertos” que ocurre en una peste. Contra la pandemia, dice, se mantiene “cada cual encerrado, cada cual asomándose a su ventana, respondiendo al ser nombrado y mostrándose cuando se le llama”.[1] El aparato de vigilancia de la cuarentena distribuye, separa, revisa, para recolectar los datos y conocer el estado de los individuos.

Luego Foucault identifica la disciplina, que “hace valer su poder que es análisis”. Foucault toma al panóptico propuesto por Jeremy Bentham como la figura arquitectónica idónea para tal poder disciplinario. El panóptico es un sueño liberal.

El panóptico está compuesto por una torre al centro y un anillo de celdas observables en la periferia. En la torre central hay un vigilante que puede observar a cada individuo aislado en su celda. Pero estos individuos solitarios —gracias al diseño arquitectónico— no pueden ver al vigilante de la torre panóptica. El panoptismo convierte al individuo en una unidad de medida y obtención de información. Su trabajo y descontento, su conducta y rutina, sus reacciones y tendencias, pueden ser registradas. Cada celda constituye un “pequeño teatro”.

El panóptico produce individuos que se saben observables en cualquier momento; personas que se saben visibles. Esta conciencia de su visibilidad provoca que internalicen la vigilancia. La persona panoptizada es (auto)disciplinada.

El diseño arquitectónico de Bentham no se propagó materialmente en el mundo, pero sí su concepto de disciplinamiento, dice Foucault, que se institucionaliza simultáneamente que se espectraliza. En una sociedad panóptica, la mirada del vigilante central se disemina en todos los ojos. El panóptico es un laboratorio para observar y provocar conductas gracias a la instauración de un nuevo campo de visibilidad.

Al describir y pensar al panóptico de Bentham, sin embargo, Foucault cometió un error. Se centró en la mirada del vigilante central: olvidó la vista de los disciplinados.

Foucault subrayó que los individuos encerrados en cada celda no pueden ver a sus compañeros debido a la ausencia de ventanas laterales y le fascina que el vigilante central pueda ver a los reclusos, pero los reclusos no puedan ver al vigilante. Foucault se enfocó en la mirada central del vigilante y en la carencia de visión de los presos. Pero si volvemos al panóptico de Bentham, la lectura de Foucault sufre una fisura.

Esta escena del panóptico es a lo que Foucault no supo prestar atención: cada domingo, según determinó Bentham, debe realizarse una transformación en el Panóptico, “con la apertura de las galerías, se hace una capilla en que entra el público, y en la que los presos, sin salir de sus celdillas, pueden ver y oír al sacerdote que oficie”.[2] Aquí aparece la mirada de los individuos panoptizados, ya no sólo la mirada central panoptizante. Y aparece porque se rompe la celda del individuo aislado y aparecen dos multitudes: el público visitante que acude a la torre (junto con el sacerdote) y los presos como multitud que observa la capilla abierta en la torre.

Foucault cometió el error de definir al panóptico desde la torre y el vigilante, y luego por su efecto sobre los presos, que él imaginó permanentemente aislados y ciegos, sin mirada y sin reconstitución como colectividad. (Por así decirlo: Foucault pensó liberalmente la escena panóptica centrípeta y exclusivamente atomizante). Bentham, en cambio, se detuvo a pensar qué ocurriría con la apertura de la vista y el cruce de miradas entre el sacerdote, el público y los presos. E imaginó que entonces: “la atención de los espectadores [visitantes] entre todos los presos no se fija individualmente en ninguno, y ellos [los presos] encerrados en sus celdas, pensarán más en el espectáculo que tendrán a la vista que en aquel de que ellos mismos serán objeto; pero, por otra parte, nada hay más fácil que darles una máscara”. Esta escena rutinaria es un punto ciego de la inspección de Foucault.

Bentham hacía este comentario, preocupado por los efectos morales (el descaro) que podría generar la visita de públicos, pero nosotros, que releemos a Bentham después de Foucault, podemos corregir los puntos ciegos.

Los presos del panóptico no son como los imaginó Foucault. Estos seres imaginarios del panóptico sí poseen mirada periódica hacia el panóptico. Y esta mirada genera un espectáculo en ambas direcciones. Los presos como espectáculo de los visitantes y los visitantes, el sacerdote, la torre misma como espectáculo de los presos, y aun una parte de los otros presos como espectáculo; y no olvidemos tampoco que incluso el espectáculo incluye que los presos portan máscaras. El “pequeño teatro” de cada celda cede su paso al inmenso anfiteatro panóptico. Contra la lectura de Foucault, debemos repensar al panóptico como espectáculo multilateral.

Bentham agrega: “Una escena de esta especie, sin darle colores demasiado negros, es tal en sí misma que se imprimiría en la imaginación; sería utilísima para lograr el gran objeto del ejemplo y la prisión se convertiría en un teatro moral cuya representaciones imprimirían el terror del delito”.

Con esta relectura propongo pensar al panoptismo como espectáculo panóptico, y no al panóptico foucaultiano, demasiado centrípeta y unilateral. En el panóptico espectacular lucen otros personajes: el sacerdote y el público visitante, y los prisioneros reaparecen como actores y como algo más que individuos aislados: nuevamente multitud.

Dentro de este nuevo anfiteatro panóptico, llamaré a la mirada del recluso como mirada infra-panóptica. También podría llamarle mirada intra-panóptica. Me refiero a la mirada que se genera por la vista del residente del panóptico.

La mirada intra/infra-panóptica dentro del anfiteatro panóptico benthamiano está semi-protegida gracias a su máscara. Así se genera parte del poder infra-panóptico. Otra parte de su poder reside en el hecho de ser los residentes y los receptores de una reforma. Es la mirada de un culpable, de un anormal, sí, pero también la mirada de un sujeto reformándose. Es la mirada de una supuesta mejoría. La mirada infra-panóptica, además, es el proyecto de una visión panorámica. La mirada infra-panóptica desea constituir su propio panorama a través de la vista fragmentada y la apertura rutinaria de lo espectacular.

El panóptico no sólo es una torre de central vigilancia cuyo efecto disciplina al individuo observado —como pensó Foucault— sino que es un anfiteatro que genera cruces de miradas espectaculares. Hace reaparecer la mirada sacerdotal-pastoral dentro de la torre, devela la mirada misma del vigilante regular, introduce la mirada colectiva de los visitantes y, sobre todo, permite la generación de la mirada infra-panóptica de los residentes del anfiteatro.

Esta mirada infra-panóptica es la que define la visibilidad de esta época post-foucaultiana. La visibilidad infra-panóptica podría ser el efecto más importante del panoptismo, que apenas estamos comenzando a entender.

2. Foucault vs. Debord

Como parte de esta lectura sesgada del panóptico, Foucault introdujo una polémica disimulada contra Guy Debord. Escribe Foucault:

“Nuestra sociedad no es la del espectáculo, sino de la vigilancia; bajo la superficie de las imágenes, se llega a los cuerpos en profundidad… Somos mucho menos griegos de lo que creemos. No estamos ni sobre las gradas ni sobre la escena, sino en la máquina panóptica, dominados por unos efectos de poder que prolongamos sobre nosotros mismos, ya que somos uno de sus engranajes”.[3]

Cuando Foucault escribe “nuestra sociedad no es la del espectáculo, sino de la vigilancia” no quiere nombrarle pero alude a La sociedad del espectáculo de Guy Debord, aparecida pocos años antes (1967) que Vigilar y castigar (1975). Foucault desdibujó su invisibilización a Debord con la llamativa frase “Somos mucho menos griegos de lo que creemos”, donde simuló un escenario clásico para su debate.

Foucault ha sido demasiado binario al diferenciar la alta modernidad de la “civilización del espéctaculo” (nótese cómo nuevamente su expresión rehúye la terminología de Debord). Escribe:

“La Antigüedad había sido una civilización del espectáculo. ‘Hacer accesible a una multitud de hombres la inspección de un pequeño número de objetos’: a este problema respondía la arquitectura de los templos, de los teatros y de los circos… La edad moderna plantea el problema inverso: ‘procurar a un pequeño número, o incluso a uno solo, la visión instantánea de una gran multitud'” (219).

A pesar de esta helenista cortina de humo, la referencia a Debord es patente. Era tanta la renuencia de Foucault a reconocer la relevancia de Debord, que evitó utiliar la expresión “sociedad de la vigilancia” y prefirió protagonizar la expresión “sociedad disciplinaria”. Foucault no quiso emplearla para no remitir a “sociedad del espectáculo” de Debord.

Aquí Foucault, además, piensa la dicotomía ciudadanos privados vs. Estado. Es una esquema político tradicional, no un diagrama económico para el complejo militar-industrial, que le permitiera entender la alta modernidad capitalista, al menos, como una tríada de poderes que incluye a las corporaciones. Nótese, por cierto, que al definir la edad contemporánea, Foucault no parece entender la modernidad en su dimensión de multitudes procurando tener la visión (instantánea) de otras multitudes.

“Somos mucho menos griegos de lo que creemos”, dice Foucault, pero esta aseveración es paradójica, ya que al centrar su interpretación en “disciplina”, Foucault nos remite a las disciplinas espirituales grecolatinas (como su propia obra haría poco después). Al centrarse en “disciplina” y lo grecolatino en sus últimos libros y cursos colegiales, ¡Foucault creó la apariencia de que nuestra sociedad es mucho más griega de lo que es realmente! Por otra parte, el concepto de “espectáculo” de Debord remitía a lo hollywoodense, no a lo grecolatino. Es un espectáculo que no remite al circo sino al cine; no a la arquitectura sino a la cibernética.

En 1975, Foucault fingía que “espectáculo” remontaría a lo clásico, cuando, en realidad, a nivel mundial, la palabra y la categoría, conducía inmediatamente a las pantallas y, en ese momento, sobre todo al cine norteamericano. Pero la aristocracia de Foucault le prohibía ocuparse frontalmente de la cultura mediática de su propio tiempo. En sus libros y cursos, Foucault prefería criticar nuestra época analizando otros siglos y archivos; su prédica era oblicua. La táctica de Foucault fue estéticamente impecable (incluso borgeana), pero también origina pasajes equívocos y escotomas de lo contemporáneo.

Adicionalmente, Foucault parece no haber leído bien a Debord, a quien —entre líneas— le atribuye una definición clásica de espectáculo (una definición literal de espectáculo) que Debord no poseía. Foucault tiene un concepto retinal del espectáculo: una escena ejemplar para una mirada. En Debord el espectáculo no es una esfera primordialmente retinal sino conceptual.

Si Foucault debió hablar explícitamente de una sociedad de la vigilancia (y no tanto sociedad disciplinaria) para referirse a la época actual, Debord, a su vez, debió hablar de una sociedad de lo espectacular, y no una sociedad del espectáculo. El sustantivo “espectáculo” remite a lo teatral y lo presencial; pero lo que Debord quería decir es que las imágenes (no tanto las escenas) se habían convertido ya a mediados del siglo XX es la inter-mediación (policíaca) entre los cuerpos.

“El espectáculo no es una colección de imágenes, sino una relación social entre las personas, mediatizada por las imágenes” (Sociedad del espectáculo, §4). Al polemizar veladamente con Debord, Foucault todavía define lo espectacular como un relación política retinal, mediada por la mirada, como espectáculo en su sentido tradicional. El concepto de espectáculo de Debord posee un grado mayor de espectralidad: su referente no es la ceremonia política o el teatro, sino el cine y la televisión. Su concepto de espectáculo es menos retinal que imaginal, más conceptual que ceremonial.

Debo decir que, por otro lado, no hay en Debord una definición estable o integral de espectáculo sino una constante hipérbole y variación poética-conceptual. No se trata de una acepción nuclear de la cual se desprenda una explicación, sino de una explicación que Debord hace desde distintos puntos y que, en su conjunto caleidoscópico, ambientan una especulación sobre lo espectacular. La nebulosidad del concepto debordiano se debe a que mientras aquí Foucault definía instituciones visibles, Debord definía una institución invisible: la esfera fantasmática de las imágenes mediatizadas del siglo XX.

Foucault quiso refutar a Debord (e invisibilizarlo) aunque, en realidad, la sociedad de la vigilancia de Foucault y la sociedad de lo espectacular de Debord son planos complementarios que describen nuestra época. El énfasis de Foucault recayó sobre el disciplinamiento; el de Debord, sobre la intermediación de las imágenes en esa vigilancia.

El rechazo de Foucault a la vigencia de lo espectacular como elemento de lo moderno, y de los diagnósticos de Adorno-Horkheimer y Debord a la industria del entretenimiento, provocó que su visión del panoptismo fuera unilateral y perdiera de vista que la máquina panóptica comporta un anfiteatro de lo espectacular.

3. Con Marshall McLuhan en mi espejo retrovisor

Además de La societé du spectacle de Debord, hay otro libro de 1967 que pienso al proponer un panóptico post-foucaultiano: The Medium is the Massage de Marshall McLuhan.

Se ha leído mal a McLuhan en inglés y traducción. La lectura más banal lo juzga como un apologeta de la globalización. Leído desde Charles Bernstein y Carlos Monsiváis, en cambio, se comprende lo que él mismo sabía: McLuhan es Pop y Joyce. Del Pop, McLuhan aprendió la aceptación de la mediático con más hedonismo que ironía —Warhol es el verdadero Duchamp— y la toma del inventario contemporáneo. De Joyce, McLuhan importó el juego de lenguaje como ouija para hablar con Platón. A veces pienso que McLuhan es el mejor escritor literario que ha tenido la filosofía posmoderna, incluso mejor que los neobarrocos Derrida y Deleuze.

Basta el título The Medium is the Massage para ejemplificar la brillantez de McLuhan. En una primera lectura, El medio es el masaje es un retruécano de su anterior lema El medio es el mensaje. “Masaje” se debe al cambio psicosomático que según Mcluhan introdujeron los nuevos medios en nuestra existencia, envolviéndonos bajo su efecto.

Ahora bien, visto con mayor verbi-voco-visualidad podemos advertir esto: “The Medium is the Mass Age”: el medio es la Edad de las Masas. Pero McLuhan no es Ortega y Gassett: le fascina la nueva comunicación. De ahí que McLuhan no utilizó en el título el término media que atraviesa sus libros sino medium. Así “The Medium is the Massage” es también “El médium es el masaje” y “El médium es la Edad de Masas”. Una última sugerencia que estoy seguro tuvo McLuhan en su consciente o el inconsciente joyceano: Mass Age es también Mass Sage. La palabra “sage” es muy importante en su ideario. El médium es el Sabio-Masa, y aquí, por supuesto, hay suficiente ironía.

Foucault era demasiado soberbio para reconocer la genialidad de Debord. Esta arrogancia impedía también que pudiera reconocer a McLuhan. (Recordemos el debate televisivo de 1971 en que Foucault le imparte un knock-out teórico a Chomsky. Paradójicamente, las siguientes décadas de activismo globalifóbico hicieron que el ánimo de Chomsky ganara la revancha). Foucault era un europeo clásico. Sólo al final de su vida gozó el encanto de lo americano.

¿Qué podemos recuperar de McLuhan sobre esta época de un panóptico post-foucaultiano? Escribió McLuhan: “En un ambiente de información eléctrica… demasiadas personas saben demasiado unos de otros… Nos hemos vuelto irrevocablemente involucrados, responsables, unos de otros”.

Y como si el McLuhan de 1967 hubiera respondido de antemano al Foucault de 1975: “La idea de una detención en un espacio cerrado como una forma de acción humana punitivo-correctiva parece provenir de los siglos trecea y catorce, los siglos en que el espacio perspectival y pictórico se desarrollaba en el mundo occidental. El entero concepto de encierro como un medio de constricción y como un medio de clasificación ya no funciona en nuestro mundo electrónico”.

McLuhan remata: “La nueva interdependencia electrónica recrea al mundo en la imagen de una aldea global”.[4]

Nuevamente, la pura expresión “global village” es un guiño tremendo. A partir del imperio norteamericano nos hemos convertido en una villa planetaria, una globalización aldeana, una mundialización pueblerina. Según McLuhan, los medios electrónicos nos terminarían relacionando excesivamente entre desconocidos, justamente como sucedió con los talk shows y y los reality shows hasta las bitácoras reactivas de Facebook y los portafolios instagramáticos de selfies. La globalización tomó una forma provinciana. McLuhan supo que la era electrónica consistiría en la formación de tribus viscerales e invasivas.

“Global Village” era un oxímoron que no se supo leer. No se entendió que McLuhan fue siempre un warholiano joyceano.

4. La crítica intra-infra-panóptica: ¡¿cómo es?!

Otro error de Foucault (y curiosamente no tanto de Marx y mucho menos de Nietzsche) es definir la crítica desde la alta cultura y hacia una más alta cultura aún. Como si la crítica (y aquí pienso también en la crítica de arte) tuviera su origen y meta en la alta cultura. Los filósofos europeos se acostumbraron a pensar la crítica como una actividad superior del individuo excepcional, una lucidez solitaria (imposible para el pópulo) y, sólo luego, sacerdotal. Si desde final de siglo XX se habla de una “muerte de la crítica” es porque se le centra en la figura del crítico individual de alta cultura. Pero la crítica del siglo XXI, en realidad, toma nuevas formas bajo su aspecto de figura masiva.

Al expandirse las plataformas de publicación y circulación, todos nos hemos convertido en críticos coétaneos. El ejercicio de la crítica pública es ahora una rama de la cultura popular electrónica. Del mismo modo que cualquier es artista (musical, visual o literario), evaluar la calidad o explicar el sentido de productos o espectáculos ocurre en millones de cuentas de redes sociales diariamente. Hoy crítica es participación cibernética: feedback.

Las masas electrónicas son la nueva crítica. En nuestro panóptico, el espectáculo no es dominical sino permanente. Somos los públicos visitantes y, alternadamente, los presos de las celdas. Somos también el vigilante regular y el párroco constante.

La crítica infra-panóptica tiene como géneros predilectos la protesta multitudinaria y el vitoreo o rechifla espectadoras; la advertencia policíaca y el sermón puntual. Así como la narcisa y precoz curaduría de consumos.

La cuestión de la crítica alta —la crítica del arte, la crítica literaria, la crítica académica— no ha dejado de ser importante (aunque ahora parece ya vicaria), pero solamente si reinsertamos la cuestión de la crítica globo-popular puede comprenderse el panorama de la crítica contemporánea. La crítica es alta crítica y baja crítica. Y la baja crítica va en alza.

Entre nuestros clásicos, Baudelaire fue quien mejor entendió que la nueva mirada crítica de la modernidad se intersectaría con la mirada urbana cretina. De ahí que en Baudelaire esa mirada moderna provenga de figuras cretinas como el dandy o el flaneur. Junto a la crítica filosófica (de Descartes y Kant a Wittgenstein y Foucault), falta pensar la crítica cretina. Esta es buena parte de la crítica que se genera en una época panóptica.

Al mirarnos unos a otros, en comunicación global instantánea, la crítica es aldeana. La época de las redes sociales se caracteriza por un derrame de emociones, “tóxicas” (diagnóstica de sí misma). La crítica proviene menos de una autoridad individual que de tendencias colectivas dentro de guerra civiles virtuales e invasiones de privacidad. Si la crítica alta ocurre bajo la forma de la firma; la crítica baja ocurre bajo la figura de la campaña. En todo caso, es una intervención sujeta a las estadísticas.

Esta crítica global-popular se forma de reacciones asertivas, de apropiación de citas visuales (desde emojis hasta memes) y temporadas-de-memorias que circulan un tiempo y luego se sedimentan a modo de virtual ephemera. (Nótese: para el crítico contemporáneo la originalidad es mucho menos importante que su destreza como apropiacionista, técnica neoliberal por excelencia). El género donde esta crítica fermenta es una mezcla de la noticia y el gossip. Por eso la forma misma de la crítica es la contra-versión y la opinión.

La crítica global-popular es post. Ocurre como un réplica y publicación coyuntural inmediata. Si crítica fue sinónimo de distancia crítica; en el siglo XXI, crítica es sinónimo de sign-in. La crítica ocurre por asambleísmo. El comment es su modalidad más frecuente.

Esta crítica no se hace para comentar un objeto sino para recibir comentarios. El objeto de la crítica es mucho menos importante que la interacción entre los críticos. En esta crítica, el eje ya no es tanto el del sujeto-objeto sino el eje inter-subjetivo.

Lo que peligra en esta crítica, entonces, es el objeto, y lo que se sobredimensiona es lo subjetivo. Esta crítica forma comunidad. Y al formar comunidad, realmente, ensambla grupúsculos eclesiásticos. Ahí donde hoy se dice “comunidad” ya permeó el concepto protestante de la community, es decir, la reunión (correligionaria o vecinal) que comparte una identidad y ethos, preferentemente para protegerse y hablar mal de los otros. La crítica es una agencia comunitaria y, en esta medida, inmediatamente protestante-puritana. Esta “comunidad”, por supuesto, siempre tiene una alta idea de sí misma.

Cada cuenta de una red social es una expresión y apropiación personal en vista de ensamblarse dentro de la supuesta “comunidad”, es decir, un jurado. El juicio crítico (junto con la auto-publicidad) está al centro de esta membresía hacia la inclusión-exclusión de los looks-prestigios.

Los fenómenos de documentación, denuncia, exhibición, circulación, indignación, escándalización y cancelación son fases del ciclo de esta crítica comunitaria. Se trata de una crítica campal en que distintas comunidades se enfrentan o se ignoran, pero siempre dentro de campañas.

Estudioso de la peste y el panóptico, el propio Foucault (en plena pandemia covid-19) cayó víctima de la cancelación masiva al difundirse instantáneamente, por “revelación” de un “viejo conocido suyo”, la escena precisa en que practicaba la pederastia. Una época foucaultiana terminó fulminantemente por la crítica viral. Foucault ahora es otro apestado, como Heidegger, Neruda y Woody Allen.

Para destronar a Foucault, se le canceló por una imperdonable falla moral. Seguir relacionándose con él, a partir de ahora, hace perder crédito. La cancelación de Foucault permitirá el ascenso eto-capitalista de otras figuras e ideas. Mantenerse como un Buen Civilizado es parte esencial del Currículum Vitae. Todo se trata del mercado. Ahí todo acto es un acto de competencia.

Notemos que el crítico cibernético no es valorado por su originalidad singular sino por ser la fuente o participar de una corrección colectiva. La post-crítica es una crítica correccional. “Review” ha pasado a ser un género de comentario sobre nuestro consumo de un producto o servicio, pero también de perfiles personales; las ideas, posts, uploads o hipervínculos reciben likes o dislikes como forma de capitalizar o descapitalizar a los otros. Esta crítica comunitaria es también cuantitativa, icónica, gestual. Es una crítica marcador.

Ante la precarización de todas las clases y grupos, esta crítica campal ataca el capital moral de otros, para así usar la superioridad moral como auxiliar empoderamiento cultural-laboral. La crítica correccional es la crítica de los sujetos neoliberalizados.

En esta esfera, por ejemplo, al mentarse al “sujeto neoliberal” se piensa en el sujeto que apoya la ideología neoliberal, en lugar de entender que el sujeto neoliberal es todo aquel que existe bajo los efectos de una economía neoliberal. En la crítica neoliberal lo económico es definido éticamente.

Los críticos infra-panópticos, al vigilarse incesantemente, poseen una sensación de licuefacción de las jerarquías. Más que “diálogo” (liberal), en la esfera panóptica ocurre una interpelación irregular entre miembros de distintos ensamblajes virtuales y aprobación constante entre miembros del mismo ensamblaje para mantener capital.

El “crítico” como personaje minoritario perdió jerarquía, para repartirse entre todos los residentes del panóptico, pero la crítica como función ganó poder.

La crítica tradicional desafiaba a la autoridad liberal; el poder popular neoliberal, por su parte, se constituye por crítica panóptica. Sin crítica panóptica, por ejemplo, no podría democratizarse la precariedad entre clases sociales e identidades, géneros y generaciones. La crítica infra-panóptica ocurre para que los prestigios de los otros sean afectados en lo económico; y dentro de la misma comunidad se mantengan los prestigios simbólicos. La crítica infra-panóptica es, sobre todo, un instrumento para co-formar y experimentar una atmósfera afectiva: se trata de hacer crítica para coadyuvar hacia cómo sentimos, how we feel, dentro del orden global.

Todas estas condiciones sedimentan aquí: la mirada infra-panóptica es moral.

La crítica intra-infra-panóptica es un co-control ético entre ciudadanos. Es un disciplinamiento moral que se realiza a través de identidades (máscaras) electrónicas, complementarias al rol urbano presencial.

En el panóptico, el virus que se propaga es la mirada moral. El panóptico es la arquitectura de visibilización que permite el contagio del virus moral.

El moralismo de la crítica intra-infra-panóptica se ejerce a través de la opinión. Se trata de acceder a la opinión de todos sobre todo y todos. La opinología es lo infra-panóptico por excelencia.

El controlado es oprimido por el aparato panóptico en general. Esta opresión es parte de la fuerza de la ex-presión del controlado. Al querer controlar al otro mediante su óptica opinadora, el crítico dentro del panóptico se vuelve frecuentemente bufonesco.

La mirada infra-panóptica es un vaivén entre superioridad moral y capacidad de hacerse a sí misma despreciable.

No se trata de qué tanto la crítica conoce un objeto sino cómo el sujeto representa a otros muchos sujetos. Es una crítica no de la verdad del objeto sino de la correcta representación de la opinión de otros sujetos. El crítico aspira mucho menos a ser certero analista que un digno representante.

La finalidad de la crítica de los residentes del panóptico es vigilarse y promoverse unos a otros, ya que así pueden negociar el único capital del que más o menos libremente aún se puede acumular: el capital moral.

Esta acumulación de capital moral es imaginaria, en su sentido doble: es un capitalismo de la imaginación y, a la vez, es una respetable apropiación para sí y condenatoria desapropiación contra los otros que se realiza a través de imágenes.

Aquí es donde vuelve lo estético: hay que exhibir constantemente la belleza propia del cuerpo y la vida diaria para esconder que todo esto se trata de una mirada moral.

La crítica infra-panóptica es una de las vías predilectas del networking. Se gusta o disgusta a los otros residentes del panóptico para convertirnos mutuamente (el cuerpo, la vida) en cripto-capital.

Las nuevas transformaciones de la crítica sucederán en relación magnética con lo infra-panóptico.


[1] M. Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Aurelio Garzón del Camino (trad.), Siglo XXI Editores, México, 2003, p. 200.

[2] Jeremy Bentham, El Panóptico, Globus, España, 2014, p. 37-38.

[3] M. Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, p. 220.

[4] Marshal McLuhan (y diseño gráfico de Quentin Fiore), The Medium is the Massage. An Inventory of Effects, Gingko Press, Berkeley y China, s/f, pp. 24, 61 y 67.

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PIGLIA VS. PIGLIA: PRIMERA Y ÚLTIMA TEORÍA DEL ARTE

Heriberto Yépez

1. Piglia maoísta

Cuando Piglia publicó “Mao Tse-tung: práctica estética y lucha de clases” era un cuentista que apenas había rebasado los treinta años. Después de publicar su artículo maoísta en la revista Los libros, Piglia viajó a China en 1973. El joven Piglia era un intrigante comunista.

Piglia proponía a Mao para superar tanto la “metafísica de la creación” (la obra genial romántica) como el “voluntarismo del sujeto” (el compromiso sartreano). Para centrar su opúsculo en Mao, Piglia aminoró su deuda con Althusser. La mejor paráfrasis de su largo artículo está en un pie de página althusseriano:

“…esta distinción no significa (como ha pretendido Lukacs) que una práctica literaria ‘traiciona’ y ‘haga olvidar’ la ideología: una obra no es ‘buena’ a pesar de la ideología, sino con ella, en el procedimiento mismo de hacerla visible, de exhibirla como un momento material de la producción literaria” (123).[1]

Piglia pronto perjudica esta glosas althusserianas con golosinas doctrinarias: “La eficacia estética garantiza el efecto social: para servir al pueblo es necesario resolver en lo concreto de cada práctica particular cómo servir al pueblo” (124). Hay un espíritu de seriedad tejiendo la estética de este Piglia inicial y populista.

En “La esfera de Pascal” —transmutando a Hegel y Marx— Borges dictaminaba: “Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas”. A su vez, Piglia trasmutó esta ontopoética borgeana así: “La historia de la literatura quizá no sea la historia de las obras, sino más bien la historia de una función diferencial, la historia de una cierta relación entre la práctica estética y sus condiciones de producción que son —al mismo tiempo— el espacio de su desciframiento” (121). Piglia revierte lo borgeano hacia una historia racional de la Historia.

Aunque internamente todavía se debatía entre la idea de Mao de un arte y literatura al servicio de la revolución y la díada esquizo-Trotskista (política proletaria, arte burgués), Piglia proclamaba la cancelación  de la estética burguesa: “Mao Tse-tung busca los materiales para fundar una teoría del arte y de la literatura que permite a la vez descubrir sus enlaces con el resto de las prácticas sociales y decidir su eficacia revolucionaria” (125). Piglia quería un arte institucionalmente revolucionario.

Piglia receta sin sonrojo: “para poder fundirse con las masas (escribe Mao) hay que hablar su mismo lenguaje” (127). Cree que la “vida del pueblo” es la “materia prima” que la literatura transforma en obra artística mediante “el lenguaje del pueblo” como “modo de producción”. Piglia pretende ensamblar el paradigma popular maoísta con su propio proyecto de otra literatura culta policial (distinta a la ya elaborada por Bioy y Borges).

En esta tentativa más bien destinada a un decoroso fracaso, Piglia logra algunos recordatorios interesantes: “digamos que El Capital de Marx está escrito para el proletariado, a pesar de que… no sea más que un pequeño grupo de ‘especialistas’ quienes estén en condiciones de descifrar un texto que… encontró la legibilidad y pudo ser escrito sólo cuando el proletariado apareció en escena” (135). Lo intelectual y lo popular como zigzag.

Hacia el final de su artículo, Piglia habla de “los distintos ‘contratos sociales’ que se interponen entre un texto y su lectura” (137), sin todavía proponer lo que será su apuesta posterior: el policial letrado como el género literario que permite al escritor argentino culto trasminar la desazón popular con el Estado.

El joven Piglia amaba al Gran Mao.

2. Piglia y la crítica burguesa

Este temprano Piglia creía que lo artístico es siempre un “estilo de clase”. No hay lugar para el artista o la obra como excepción o singularidad. Piglia piensa en el sistema y las clases. Tampoco cree en un valor “universal”. La “crítica burguesa”, escribe, “trata de de ocultar, borrando la marca del trabajo para hacer aparecer el carácter ‘divino’ del valor”. Contra la crítica del arte, Piglia aboga por una “crítica materialista, capaz de descifrar el conjunto de circunstancias materiales en las que se despliega un proceso de producción y a la vez analizar los distintos ‘contratos sociales’ que se interponen entre un texto y su lectura”. Debido a su dependencia a jerga izquierdista estándar, resulta difícil rastrear ideas piglianas en sus escritos izquierdistas. David Viñas —más fértil en este tipo de derivaciones— resulta más original.

“En Argentina, la función de la crítica burguesa no es otra que la de crear los protocolos de lectura que permitan manejar un texto aun antes de haberlo leído”, escribía Piglia en 1972. Aunque, en buena medida, la crítica del Piglia maduro (sus ensayos, entrevistas, conferencias y diarios) consisten, precisamente, en convencer a los lectores y oyentes de los protocolos de lectura para asignar, antes de leerlo, el lugar que Piglia esculpió para sí mismo en el canon argentino.

Esta función burguesa de la crítica para asegurar la propiedad y posición privada del autor, curiosamente, utiliza las ideas de la crítica marxista y estructuralista: “lo fundamental del proceso de producción no es tanto crear productos (en este caso ‘obras literarias’) sino producir el sistema de relaciones, los vínculos sociales que ordenan la estructura de significación dentro de la cual la obra se hace un lugar”.[2] La teoría crítica como coartada de la academia y las literaturas nacionales.

El programa militante del joven Piglia se convirtió en un programa académico para trazar un sistema de relaciones entre autores contemporáneos e invención de precursores para hacerse un lugar en la literatura argentina que, debido a la blanquitud de su prestigio, deviene un lugar en la literatura hispánica en general. La idea marxista-estructuralista del foco en el sistema de relaciones (más que en la obra) se convirtió en una estrategia nacional-burguesa del Piglia tardío para apropiarse de una buena posición en el canon.

La crítica así funciona como operación para apropiarse de una plaza.

¿Cómo podría recuperarse un espíritu revolucionario de la crítica de arte marxista? Poniendo en cuestión la apropiación del sistema de relaciones dentro de las literaturas nacionales y recolocando a la obra al centro de la crítica (aprovechado que ahora la crítica ha sido descentrada del sistema literario-editorial). Esa desestabilización, a su vez, zafa el engranaje de lo literario con la hegemonía nacional-capitalista. Pero Piglia no llegó ahí.

Piglia llevó el marxismo justo donde necesitaba: a la legitimación teorética de una administración, un blindado manejo, del lugar propio en la antología argentina.

3. Del abuso de “ideología”

En “Notas sobre Brecht” (1975), Piglia escribe: “Desmontar esa creencia romántica en el misterio de la ‘creación artística’ es para Brecht la primer tarea que debe realizar una crítica materialista”.[3] No podemos exigir a Piglia explicar porqué Brecht o Arlt, porqué Borges u Onetti, son producidos como artistas en un sistema de relaciones, y no otros, o porqué perviven incluso cuando el sistema de relaciones colapsa. No es un punto ciego exclusivo de Piglia sino de toda la crítica que reniega del enigma del origen de la obra de arte y de la concepción romántica del artista. Ese origen y esa excepción no sólo son misterios románticos sino también misterios del marxismo.

Piglia trabajó toda la década de los setenta sobre este punto ciego en torno a Borges, buscando desmontar su explicación romántica. Para resolver el acertijo, Piglia escribió su mejor ensayo.

La interpretación más original de Piglia como crítico es “Ideología y ficción en Borges” (1979), que des-cubre el mito de creación de lo borgeano.[4] Según Piglia, “la escritura de Borges se construye en el movimiento de reconocerse en un linaje doble”. De un lado los antepasados familiares de índole fundadora, guerrera y valiente; del otro, la estirpe autoral, bibliotecaria y pensativa. El doble linaje que Piglia percibe en Borges es una dialéctica detonante, que remite al duelo entre civilización y barbarie. Para sintetizarlo en una palabra que olvidó Piglia: Borges como co-herencia.

Dice Piglia: “el culto al coraje y el culto a los libros que dividen su obra a la vez temática y formalmente no son otra cosa que la transcripción de ese antagonismo”. Puede leerse “Ideología y ficción en Borges” de Piglia como una réplica a “Kafka y sus precursores” de Borges.

Por su “ficción del origen”, Borges fabrica (falsifica) una historia de su ser-escritor que le concede un poder mitológico para inventar historias que nutren su identidad artificial que, a la vez, da respiración a sus artificios narrativos. La ficción de origen es recursiva: causa y efecto de la potencia cosmogónica del escritor.

Así los relatos borgeanos emergerían de la alternativa entre las armas y las letras, lo criollo y lo europeo, el linaje y el mérito, el coraje y la cultura. Cada relato de Borges corresponde (…mayormente) a una de estas díadas creadoras de series. Y entre las obras sobre violentos y las obras sobre letrados se establecen contrastes y puentes entre los relatos de Borges y su autobiografía. Un poder basado en lo apócrifo.

Borges inventa a su familia como precursora, potestad y portento de su obra. Piglia no lo comenta, quizá para no abandonar el tono racional de su tesis, pero el gesto borgeano tiene mucho de magia comprobable: mientras que una ideología es una falsa causa, la ficción de origen de Borges (que Piglia llama ideología) efectivamente (¡cómo el mismo Piglia muestra!) causó psicopoéticamente lo borgeano. Hay una falla lógica en el ensayo de Piglia, que radica en su uso vago (y doctrinario) de la palabra ideología.

El error de Piglia es no haber preferido el término mitología (en el sentido de Lévi-Strauss y Barthes), que hubiera salvado filosóficamente su ensayo. En términos estéticos, simplemente, debió titularse “Los dos linajes de Borges”. Pero Piglia marquesina forzadamente el concepto de ideología —hecho por el temprano Marx y desechado por el Marx final— ¡para ostentar su linaje marxista!

El ensayo de Piglia sobre Borges es otro eslabón de su serie gris de textos marxistas. Piglia propone algo más que la ideología de lo borgeano, pero, desde su título hasta la terminología, simula ser un ensayo de crítica de la ideología. Afortunadamente, el Piglia escritor salva al Piglia marxista aún en 1979.

En este Piglia borgeanólogo, la crítica furtivamente vuelve a funcionar como una mitología personal, es decir, como aquella empresa que el Piglia maoísta deseaba superar. También para disimular esta remitologización es que Piglia abusa de la noción de ideología. La “crítica de la ideología” como ideología de la crítica. (Ni la obra de arte es ideología ni la crítica de la ideología es crítica de arte).

Si prescindimos de su marxismo sobreactuado, la tesis de Piglia es bella y verosímil: es un relato policial de lo borgeano. La “ficción familiar” de Piglia, sin embargo, oculta su verdadero origen: la tesis de la “novela familiar del neurótico” freudiana. En su ensayo, Piglia no menciona esta deuda directa con el ensayo de Freud.

La novela familiar de Borges es casi inconsciente; la de Piglia, demasiado deliberada. El ocultamiento parcial de fuentes es una estrategia constitutiva de Piglia. Si lo borgeano ocurre imaginando un golem resultante de dos linajes, lo pigliano frecuentemente ocurre escondiendo acreedores. Piglia o la prosa premeditada.

4. Piglia, jacobyno del arte

Las novelas de Ricardo Piglia y César Aira se oponen, pero no su teoría del arte. Ambos son partisanos del artista como inventor o re-formador de fórmulas para hacer obras. Se trata ahí del artificio como forma (que es fórmula) para ejecutar series. Provienen de Duchamp, el formalismo ruso y el arte contemporáneo temprano, especialmente del conceptualismo (entendiendo el concepto como un procedimiento para la producción de series y variantes). Esta epocal filosofía del arte se alimenta, además, de una poética (post-borgeana) de la escritura como puerta giratoria dentro de géneros literarios agotables.

La final cristalización de la teoría del arte de Piglia se sitúa en “Retrato del artista invisible” de 2011. A propósito de la retrospectiva en el Museo Reina Sofía, Piglia se ocupa de Roberto Jacoby y traza su propia visión de cierto arte contemporáneo. Escribe Piglia: “El artista es un creador de formas… construye no sólo obras sino modos de hacer obras”.[5] Por formas Piglia quiere decir procedimientos, formatos, (sub)géneros y modelos para hacer variantes. Aquí artista no es quien logra grandes obras, sino modos de producción de obras (muchas veces menores). Nótese cómo se transformó el concepto marxista de “modos de producción” en “modos de hacer obras”.

“Los modos de hacer arte tienen que ver —más que con estrategias artísticas ‘puras’— con formas de vida que aspiran a la felicidad”. Aquí Piglia ha dejado atrás el comunismo marxista endurecido, y más bien es Stendhal quien sobrevuela esta meta estética, a través de Baudelaire y un dejo de la Escuela de Frankfurt. Esta búsqueda de una felicidad conspirada se asocia a una visión política entre lo clandestino y lo utópico. “El arte imagina formas de vida para las cuales la realidad no está preparada… El arte es una sociedad sin Estado”. El arte como complot inconcluso.

Pareciera que para Piglia el arte es un inconsciente detectivesco, que adelanta pistas sobre un mundo venidero. Piglia tiene una visión policial de la estética. Y plantea este tránsito entre el micro-complot del arte y el futuro previsto como un continuum realista: el arte escenifica en pequeñas sociedades actuales prácticas posteriores mainstream. Una y otra vez, Piglia insiste que micro-experimentos del arte contemporáneo adelantaron, por ejemplo, formas de circulación hoy mundializadas.

Como si Piglia estableciera que la literatura y el arte son realistas no cuando reflejan a su sociedad sino cuando prefiguran lo futuro social. En la filosofía del arte pigliana el arte anticipa. La teoría del arte de Piglia no sólo surge de la lente de la literatura policial sino también por influencia del Sci-Fi. Piensa al arte contemporáneo a través de géneros literarios populares.

Sentencia: “el artista como figura fugaz que va siempre hacia adelante, que no se puede cristalizar, que está en constante fuga hacia el porvenir, que no se puede cristalizar, que está en constante fuga hacia el porvenir”. En otra página agrega: “el artista… ilumina previamente prácticas secretas que un tiempo después se advertirán de modo generalizado y serán de comprensión inmediata”.

El artista es “una figura casi invisible” caracterizada por sus “modos de aparecer y esconderse”. En la óptica policíaca de Piglia, se considera al artista como un previsor fugitivo.

La idea del artista como adelantado comporta, sin embargo, la desventaja de que una vez generalizada su previsión, su obra es de “comprensión inmediata”. Así mucho arte contemporáneo experimental de la posguerra ha terminado convertido en sentido común global. Esta desventura no llama la atención de Piglia.

El orden social imita a la obra de arte; y el artista, entonces, se fuga. O museifica.

De Jacoby, Piglia afirma que “privilegia la producción colectiva, la colaboración, la acción grupal. De ahí su interés por las sociedades experimentales”. En Piglia, el arte adelantó, por ejemplo, “una red de intercambios de ideas, percepciones, lecturas, textos en proceso”. Piglia no habla del arte de redes característico de artistas como Felipe Ehrenberg, Ulises Carrión o Clemente Padín. Se concentra, por estrategia y coyuntura argentinocéntrica, en Roberto Jacoby, y Masotta detrás. Asegura que “en los primeros años 80’s”, la labor de Jacoby “implicaba montar un sistema de circulación en red de mensajes, de imágenes y de textos, mediante fotocopias, envío de fax y llamadas telefónicas en cadena”.

Invoca las figura de las “sociedades experimentales” y la “sociedad virtual”. Piglia imagina al artista como una banda y una conspiración pequeña. “El artista, en principio, trabaja para una red de amigos”. A la vanguardia la identifica con “su política de secta” y su “percepción conspirativa de la lógica cultural”. Piglia también vincula al arte con su recurrente “Teoría del Complot”, que también cree el núcleo espectral de la novela moderna.

El Piglia maduró abandonó la utopía comunista. Pero no la retórica de una sociedad con mayor bienestar;  transfirió la meta comunista —con la vanguardia como puente evidente— al arte contemporáneo. El Piglia final, asimismo, sustituyó el problema marxista de la relación del arte y la literatura con el “pueblo” con la relación de la obra con la “cultura popular”.

Su marxismo maoísta, concentrado en los “intereses de clase”, se convirtió pronto en una preocupación por el dinero (una temática que heredó, por cierto, Alan Pauls). En el Piglia maduro, Mao quedó diluido en una especie de Mao Tse-donio Fernández y, finalmente, sus cenizas ideológicas, se mezclaron con la idea del arte como célula forajida inspirada por Los siete locos de Roberto Arlt.

El arte como una heterodoxia provisional que terminará volviéndose sentido común y complot coleccionable. Subyace en Piglia una visión realista, sociológica y pedagógica del arte. Una especie de empatía como carismático sucedáneo de la estética.

Y le importa cómo la obra de arte dialoga con sus antecesoras y cómo prefigura el futuro social, es decir, en Piglia el artista es jaloneado por dos fuerzas opuestas: la tradición y el proyecto. La presencia de los autores muertos es un peso sobre la mente de los artistas vivos. Sólo si arrastra ese peso espectral hay obra de arte, siempre entidad anacrónica; a la vez, hay un peso de los nonatos en la mente artística. El arte es un anacronismo visionario. Lo supieron antes Benjamin y Warburg. Lo más original de la filosofía del arte en Piglia está entre líneas: la directriz secreta de su filosofía del arte contemporáneo es el género literario policial.

A través de lo policial, al principio de su obra, Piglia buscaba vigilar que el arte trabajará para la justicia comunista; el Piglia final ya no vigilaba policiacamente al arte, sino que lo policial se había convertido en una mirada transhistórica según la cual el arte obedece a un complot en que grupúsculos del arte nos dan pistas sobre un sistema social venidero.

Así la crítica del arte queda sugerida como una posible detectivesca.

5. Posdata post-pigliana

Vivimos una época de artes ponientes. Se agota cada disciplina, técnica y género, afortunadamente. Decae todavía la Filosofía del Arte. Pero el arte, ya sin sus formatos, sobrevive como falla eléctrica. No hay mejor tiempo para las hipótesis.

Todo creador cuya obra no sea una demostración doctrinaria ensaya una teoría del arte inconclusa. Mientras el arte no termine, tampoco terminará la estética. Sólo si un autor o crítico se suscriben a un arte ya cerrado puede predicar una estética inequívoca.

Muchos marxistas quisieron desmitificar al arte y la literatura. Fueron demasiado positivistas.

Debido a que aún desconocemos cuál es el origen de la obra de arte, la crítica es una serie conflictiva de hipótesis mitológicas. Por ahora, escapar de la mitología sólo conseguiría expulsarnos del arte.

La crítica de arte es mitología. Pero el crítico de arte no es quien inventa el mito. El crítico es uno de los personajes en algunas variantes del mito.

Cuando (re)aparece dentro del mito, el crítico a veces busca despertar al artista de su mitología; cuando, episodios después, cae en cuenta que al despertar de la mitología, el mito desaparece, el crítico, entonces, inventa, discretamente, otra mitología. Pero ya sólo finge soñar dentro del mito. En verdad, ya el crítico ensueña dentro del mito artístico con un ojo abierto.

No podemos regresar a lo romántico. No podemos, mucho menos, regresar al racionalismo. ¿Y la teoría social del arte? Descansa en paz universitaria.

Jamás como Ahora: el arte es un incompleto misterio.


[1] R. Piglia, “Mao Tse-tung: práctica estética y lucha de clases”, en Literatura y sociedad, Editorial Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1974, pp. 119-137.

[2] R. Piglia, “Hacia la crítica”, en Los libros, núm. 28, Buenos Aires, septiembre de 1972, p. 7. En esta misma encuesta, Josefina Ludmer define: “El trabajo crítico es, sobre todo, una serie articulada de lecturas escritas“. En más de una época, Ludmer tiene una mejor definición operativa de la crítica que Piglia, quien más bien suele tomar ideas y órbitas previas de Ludmer.

[3] R. Piglia, “Notas sobre Brecht”, en Los libros, núm. 40, Buenos Aires, marzo-abril de 1975, p. 4.

[4] “Ideología y ficción en Borges”, en Punto de vista, núm. 5, Buenos Aires, 1979, pp. 3-6. 

[5] R. Piglia, “Retrato del artista invisible”, en Carta, núm. 2, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2011, pp. 29-31.

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DESPUÉS DE LAS LITERATURAS POST-AUTÓNOMAS. MÁS ALLÁ DE JOSEFINA LUDMER

Heriberto Yépez

1. Una década después de Una especulación

En 2020 apareció la reedición de Aquí América latina. Una especulación (2010) de Josefina Ludmer. Este libro alberga quizá el concepto más provocador de la crítica literaria hispanoamericana en la primera década del siglo XXI.

Ludmer adelantó el concepto de “literaturas posautónomas” en ensayos breves en 2006 y 2007 y luego lo consolidó en su libro de 2010. Se trató de una jugada teórica que cambió el tablero profesional. Acá reinterpretaré el concepto de lo post-autónomo una década después. Advierto que no será una relectura ludmeriana.

Ludmer argumentó que desde final del siglo XX vivimos una época de literaturas post-autónomas. Al no abundar en sus acepciones, su concepto de post-autonomía resultó tan contundente como abierto. 

Una literatura autónoma sería aquella que se mantiene y renueva de acuerdo a principios estéticos internos: una literatura cuya forma es una auto(trans)formación de ciertos géneros, técnicas y tradiciones. Una literatura regida por el fantasma de la literatura anterior y por el proyecto de la literatura futura. Una literatura literaria. Esta literatura autónoma tendría fundamentalmente dos agentes: una textualidad soberana (de larga duración) y un campo estratégico de poéticas, polémicas y escritores. En términos prácticos, la autonomía es un estado ideal al que aspira la literatura: su cuarto propio, su utopía autopoética. ‘Autonomía’ significaría que en la literatura reina una lógica y una logística propias.

Para Ludmer, la autonomía expiró. Las “literaturas posautónomas” implicarían que hay otros factores (económicos) determinando a la forma textual y la arena social de lo literario. Ludmer incluso creía caduco el “campo literario” de Bourdieu. La literatura post-autónoma sería una literatura post-literaria. O más efectivamente: una esfera cultural donde una literatura literaria es menos atractiva que las escrituras post-literarias.

Para repensar el concepto ludmeriano de las “literaturas posautónomas” hay que identificar que posee dos caras. Una cara: las escrituras post-autónomas; y la otra: la lectura post-autonomista. 

El escándalo y aplauso que recibió la idea se enfocaron en las escrituras posautónomas que Ludmer definía y promovía. Pero se descuidó discutir más su lectura post-autonomista (y todo lo que encierra). 

Lo post-autónomo era para Ludmer frontalmente un tipo nuevo de escritura. Una desliteratura, diría yo. 

Pero creo que lo post-autónomo es principalmente un tipo de lectura que elige cierta literatura para mirar sus zonas de convergencia entre su forma posmodernista y el marketing. Como lectura, el post-autonomatismo ludmeriano devino una mirada centrada en el marketing de algunas literaturas actuales.

En el caso del libro de Ludmer, el post-autonomatismo se configura como una escritura tardo-posmodernista (Aquí América latina es un libro de anti-crítica literaria experimentalista) que propone un modo de lectura post-literaria.

El lugar que Ludmer da a Aira como prototipo precoz o precursor de la escritura post-autónoma lo posee el propio libro de Ludmer respecto de la lectura post-autónoma. El libro de Ludmer no es post-autónomo todavía pero sí es post-autonomista.

Su idea no surgió de un corpus de libros post-literarios que pidieron una lectura post-literaria: las obras concretas que Ludmer enlista y comenta son todavía muy literarias. 

Más bien Ludmer decidió abanderar una lectura (universitaria) post-literaria que acelera la preminencia académico-comercial de venideras literaturas post-autónomas.

La lectura post-autonomista de Ludmer es un disimulado manifiesto para promover literaturas más afines al proyecto académico de unas Humanidades menos literario-textual-bibliográficas y más mediático-visual-virtuales.

Ludmer quiso refrescar un mundo académico agotado de lo cervantino, la poesía vanguardista, el neobarroco, el Boom y, en general, las literaturas nacionales y el latinoamericanismo.

El campo literario hispánico se volvió monótono y problemático para el campus universitario transnacional. 

Para ese campus (en transición) Ludmer especuló su Aquí.

2. Las literaturas post-autónomas según Ludmer

¿Cómo son los textos post-autónomos? En Aquí América latina, Ludmer define a las “literaturas del 2000” como caracterizadas por su “escritura transparente, la ausencia de culturosidad… y su definitiva traducción a imagen”.[1]La textualidad post-autónoma es descrita (y prescrita) por Ludmer como non fiction (algo ambivalente) comunicativa diseñada para un lectorado semi-literario. 

Esta textualidad “transparente” mezcla géneros. Según Ludmer, las escrituras post-autónomas: “Toman la forma del testimonio, la autobiografía, el reportaje periodístico, la crónica, el diario íntimo, y hasta de la etnografía… Salen de la literatura y entran ‘a la realidad’ y a lo cotidiano… Internet”.[2]Aquí hay dos cruces: se cruzan géneros ficcionales, confesionales y periodísticos; y se cruza la frontera de lo literario hacia lo informativo. 

Cuando Ludmer dice “realidad”, “fábrica de realidad”, “realidadficción” o “lo cotidiano” se trata de eufemismos tímidos de lo informacional. Aunque no lo explicita, para Ludmer las “literaturas post-autónomas” son preámbulos para sumir la escritura post-literaria en información relativamente estetizada.

En 2012, Ludmer definía a la escritura posautónoma así: “puede ser ensayo, poesía, novela, cuento policial y de ciencia ficción, todo al mismo tiempo… La posautonomía implicaría otro modo de producción del libro, otro modo de escribir y otra tecnología de la escritura”.

Ya aquí la escritura post-autónoma no emerge de sub/géneros menores (testimonio, crónica, Sci Fi) sino que puede encarnar en géneros mayores (ensayo, poesía, novela) siempre y cuando se mezclen o ‘desdiferencien’. Esta mezcla acompaña otro status del libro y las tecnologías de escritura (debido a Internet). Ludmer vincula esta indiferencia entre géneros y la transición de lo impreso a lo digital con una multiplicación de los lecto-escritores post-autónomos, que ya no sólo son escritores “sino también artistas, performers, militantes, activistas culturales, periodistas, blogueros”.[3]

Lo post-autónomo ludmeriano es un tipo de escritura más accesible: más legible (“transparente”) y disponible en distintos medios y plataformas. También se trata de maneras de escribir publicar que facilitan que más personas puedan ser autores o, al menos, escribientes. 

Al relajarse las exigencia de literariedad de la escritura (y multiplicarse los medios y post-medios) ya no se requiere un culto y fatigoso trabajo literario. Por el contrario, esta flexibilización del tecleo solicita que más perfiles participen de las pantallas post-literarias.

Ludmer no quiso confesar o no percató que aquello que utopiza (y utopizza) como literaturas post-autónomas (a manera de neovanguardia blanda) en realidad constituye la escena del precariato auto-glamourizado que el neoliberalismo impuso a la escritura. Llamándole “literatura posautónoma” Ludmer maquilló la maquiladora escritural neoliberal.

Las literaturas “post-autónomas” ludmerianas corresponden mayormente a la neoliberalización de la literatura. Escribo neoliberalización por tratarse de un proceso en marcha (y no neoliberalismo o  neoliberal, como un estado o cualidad intrínseca o, al menos, una condición ya contraída) al ser la literatura un modo de producción cultural asociado a otros modos de producción económica precapitalistas e incluso capitalistas. Las literaturas atraviesan actualmente un proceso de neoliberalización muy avanzado en algunos sectores, pero resistente en otros.

Ludmer más bien hizo una lectura despolitizada de cierta literatura hispanoamericana (mayormente argentina) de principios de siglo; una lectura, en el fondo, poco económica, ¡y a la vez poco estética! Una mirada ensayística con muchas zonas acríticas. 

Ludmer declara: “todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario)”.[4]Pero a pesar de su economismo no logra percatarse que lo post-autónomo es un mandala de las lógicas y logísticas del neoliberalismo.

La última Ludmer padeció de fukuyamismo. 

La post-autónomo ludmeriano proviene de una conformidad con la neoliberalización. Una neoliberación de la literatura que, además, ¡Ludmer invisibiliza! Haciéndola pasar como un proceso “cultural”. Lo post-autónomo parecería provenir de un Fukuyama amnésico, que ha olvidado el programa económico de donde han salido sus slogans. 

Ludmer ideologiza: “La caída del mundo bipolar produce fusiones de opuestos y desdiferenciación.. Imaginar/pensar/sentir en fusión con palabras como intimopúblico, realidadficción, adentrofuera y abstractoconcreto”.[5]

También sintetiza: “se borran las identidades literarias, que eran también políticas… parecen terminarse los enfrentamiento entre escritores y corrientes; es el fin de las luchas por el poder en el interior de la literatura”.[6] Lo post-autónomo es un mundo que Ludmer pincela como carente de oposiciones. Ahí ya llegó el Fin de la Historia (literaria). 

Ahora bien, Ludmer acierta en señalar un déficit de crítica. Su libro mismo no recibió la discusión que merecía. Pero no se percató que la visión de un “fin de la historia de la literatura” era un síntoma más (y no la causa) del proceso de neoliberalización de la literatura (y la academia). Ludmer podía mirar una ausencia de luchas intensas porque la precarización neoliberal había ya instaurado un miedo a la polémica pública entre literatos o académicos. 

Los debates arriesgan severas pérdidas de capital (y mezcla indeseable de clases sociales literarias) en un campo literario y un campus universitario empobrecidos por las políticas neoliberales. Ludmer tampoco se percató de fenómenos como el outsourcing de la polémica (desde la literatura y academia a las redes sociales) y otras estrategias de competencia feroz vía el networking. 

Las oposiciones continúan, pero disfrazadas, a baja escala, en los cuerpos, procedimientos, curadurías y reglamentos. En buena medida, las oposiciones en el mundo literario han dejado de ser verbalizadas, para ser silenciosamente conducidas por los aparatos institucionales.

Por así decirlo, entre menos fondos públicos para el campo cultural y el campus académico más intensas las campañas (privadas) de des/prestigio por el Inbox. 

Lo “post-autónomo” también ocurre al Ludmer atribuir el cese al fuego entre escritores al orden del cambio de gustos tecnopoéticos (lo popular digital vs. lo análogico anacrónico) cuando, en verdad, este cambio obedece más al orden del presupuesto.

Al invisibilizar motores y efectos de la neoliberalización de la literatura, Ludmer atribuye causas ¡autonómicas! al surgimiento de lo post-autonómico:

“Al perder voluntariamente especificidad y atributos literarios, al perder ‘el valor literario’ (y al perder ‘la ficción’) la literatura posautónoma perdería el poder crítico, emancipador y hasta subversivo que la asignó la autonomía”.[7]

No digo que lo post-autónomo de Ludmer sea puramente lo neoliberalizado. Digo que lo post-autónomo es lo neoliberalizado reimaginado por Ludmer.

3. La retro-autonomía

Ludmer aseveraba: 

“Mi punto de partida es este. Estas escrituras no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o son ficción. Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para fabricar presente y ese es precisamente su sentido”.[8]

Afirmar que esas escrituras “no admiten lecturas literarias” es exagerado. Más bien Ludmer necesita decretar una imposibilidad de la crítica literaria para proponer una lectura post-crítica (post-autonomista).

Pero esta afirmación recibió otra respuesta mitad certera y mitad ilusoria de Martín Kohan, uno de los mejores escritores argentinos de su generación: “La resonante postulación de la ‘postautonomía’ de la literatura por parte de Josefina Ludmer… me devolvió a, o me ratificó en, mi inclinación por la cuestión de la autonomía”. Kohan agregó: “La autonomía pasa a ser entonces el desafío, a la vez que la esperanza, en tiempos de postautonomía, si es que esos tiempos llegaron”.[9]

Kohan hizo una crítica cordial a la “postulación” de Ludmer. Y los giros de Kohan son significativos: nótese que dice “inclinación” a la “cuestión de la autonomía”. Kohan sabe que estaba posicionado entonces (y aumentó tal posicionamiento) dentro de un sistema editorial, académico y mediático respetable en Argentina y España, es decir, con una autonomía literaria en riesgo creciente, como ocurre con todo escritor con éxito patrio o transatlántico.

Su “inclinación” por la “cuestión de la autonomía” es más ética y estilística que táctica o subversiva. Es un tropismo filosófico, una postulación moral o, más precisamente, un statement de retro-autonomía. Pero la postulación de Kohan fue un interesante contrapeso retórico ante los epigonismos post-autonomistas. También es un gesto de resistencia desde cierto privilegio, pero, al fin, un tipo de resistencia contra la aceptación y celebración del mercado literario-académico-mediático.

Kohan también lanzó una serie de preguntas (retóricas) que diplomáticamente puntualizaron complicidades de la teoría de Ludmer con el mercado mediocre-literario:

“¿Qué otra cosa aporta, desde la postautonomía, que ya no cuente más la consideración de si una literatura es buena o mala, sino una cortada más que propicia para los escribidores de la mala literatura? […] ¿qué otra cosa implica, sino complicidad con ese estado de cosas, deponer hasta la intención de distinguir lo que es literatura de aquello que no lo es?… ¿Qué es lo que parecería desprenderse, desde este punto de vista, de la postautonomía literaria que Josefina Ludmer detecta o promueve? Precisamente una literatura que quedaría a merced… de la industria de la lengua, o bien la lengua industrializada, bestsellerista y exportable; de las políticas editoriales y sus especulaciones; de las banalizaciones mediáticas y su sentido publicitario de la difusión. Que no pueda discriminarse entre lo que es literatura y lo que no…”.[10]

En el prólogo a la reedición (2020) del libro de Ludmer, la escritora Matilde Sánchez hace una observación que podría aplicarse a Kohan: “…melancólico era una palabra que Josefina empleaba con frecuencia y siempre en sentido peyorativo, al igual que antiguo o adorniano, en el sentido de apegado a la alta cultura”.[11]Es cierto: hay algo (o mucho) de Adorno y adorno en la retro-autonomía, es decir, en la nostalgia o melancolía (Kohan le llama más melodramáticamente “esperanza”) por una supuesta autonomía perdida. 

Aunque también es cierta la cautela de Kohan: “…tiempos de postautonomía, si es que esos tiempos llegaron”. Si la retro-autonomía es adorniana ante la alta cultura, lo post-autónomo es benjamineano ante lo mediático, es decir, ambas son esperanzas que probaron ser fallidas. Utopías cultas.

Ludmer también es melancólica: su entusiasmo por los medios parecería sobrecompensar su atención tan prolongada en García Márquez, Onetti, la gauchesca, lo borgeano y la teoría literaria en general. La final Ludmer (McLuhaniana tardía) es una crítica melancólica a la Ludmer canonista. 

4. Lo post-autónomo auto-explicado a los televidentes

La discusión de lo post-autónomo en Ludmer suele centrarse en sus ensayos-precuelas de 2006-2007, el libro de 2010 y el ensayo-secuela de 2012. Pero me parece que otras dos fuentes imprescindibles son la entrevista de 2007 (“Elogio de la literatura mala”) y su aparición en 2010 en el programa televisivo Los Siete Locos para promover el libro. Esta intervención televisiva es muy reveladora. 

Paradójicamente, la conductora Cristina Mucci parecía más interesada en defender lo literario que Ludmer. Ahí Ludmer charló más tácitamente lo que su libro elaboró más intelectualmente. En el programa, Ludmer no habló de su concepto de lo post-autónomo quizá porque era demasiado complejo o innecesario en televisión. Su idea podía perfectamente platicarse en términos pragmáticos: afirmar que el dinero determina a la cultura; declarar que debió dedicarse a estudiar los medios (más que libros literarios) y proponer que los best-sellers deben estudiarse en las universidades junto con la literatura. Ludmer presentó su libro como detonado por la pregunta “¿qué viene después de la crítica literaria?”. Este es un momento clave de la entrevista:

Cristina Mucci: “Vos decís que la experiencia de Estados Unidos, vivir con el capitalismo puro, has visto que lo único que marca ahí absolutamente todo, inclusive la cultura, es el dinero, y que esa es una experiencia fuerte… Acá todavía se habla, por suerte, creo, de la cultura…”

Josefina Ludmer: “Yo no sé si por suerte, Cristina, yo creo que la idea, el ver que el dinero es la realidad… [risas]… te ayuda… te ayuda a posicionarte”.[12]

¿Hay algo de performance post-literario en su pragmatismo televisivo? Probablemente. Pero todas las ideas que plantea coloquialmente en el programa de televisión concuerdan con su presentación más culta en sus textos teoréticos. 

Por supuesto, la versión televisiva de su teoría no ratifica que su post-autonomatismo sea una apología del neoliberalismo. Pero sí que su teoría post-autonomatista deriva de una apología del neoliberalismo. Esta diferencia es la sutileza que permite que la idea ludmeriana haya tenido éxito entre muchos sectores altoculturales sin tener que mostrarse como pro-neoliberales.

Lo post-autonomista es una posición altocultural en la que ya no se construye una alternativa al dominio de los poderes fácticos que controlan el mundo literario. Lo post-autonomista es una posición altocultural de normalización, conformidad, colaboración o promoción del escritor, editor, el lector mismo con los mecanismos de control intra-nacional y transnacional del mercado neoliberal de lo literario. Esa normalización de lo neoliberal permite, además, producer una terminología tan elusiva como atractiva.

5. ¡Loas a la ‘Imaginación Pública’!

Lo “post-autónomo” se acompaña de otra noción ludmeriana: la imaginación pública

Si leemos sus textos sobre lo post-autónomo, sobre todo los últimos, esta noción evoca cierto aspecto lírico y epónimo, una especie de heroísmo del ágora, de summa participativa y multitudinaria. Pero en una entrevista de 2007, queda claro que así como “post-autonomía” es una mistificación del neoliberalismo, la “imaginación pública”, en buena medida, se trata del poder corporativo-consensual de los medios de comunicación. Decía Ludmer:

“La imaginación pública es todo lo que circula, los medios en su sentido más amplio, que incluye todo lo escrito y que es algo así como el aire que respiramos. Todo lo que se produce y circula y nos penetra… Y la pienso [imaginación] pública de un modo utópico y despropiado, desprivatizador: como un trabajo social, anónimo y colectivo, sin dueños, que fabrica presente y realidad… por un lado es el modo en que los ciudadanos son disciplinados y controlados y dominados, pero también es un trabajo creador: la facultad por la cual hay crítica y otras formas de vida colectiva” (cursivas mías).[13]

La visión de Ludmer es encomio y crueldad: épica. Ludmer reconoce que está pensando los medios de “un modo utópico y des[a]propiado”. Al borrar el poder corporativo, por un momento, imagina tal “imaginación pública” como un inmenso “trabajo social, anónimo y colectivo, sin dueños, que fabrica presente”, un inmenso “trabajo creador”.

Pero inmediatamente tal imagen es tan lírica y contrafactual que debe recordar que tal “imaginación pública” es un “modo en que los ciudadanos son disciplinados y controlados y dominados”.

En sus textos escritos, lo disciplinario, la hegemonía y la sociedad de control desaparecen para enfatizar su definición benevolente y mistificante de la “imaginación pública”. Afortunadamente en este entrevista habló del trabajo destructivo y explotador de la “imaginación pública”.

“En la imaginación pública, en la fábrica de realidad, lo que importa del tiempo es el movimiento y la travesía, que nos deja salir de las representaciones fijas del saber”.[14] Ya dentro de esta fantasía (no exenta de autoritarismo convertido en kitsch liberal), Ludmer convierte a la literatura en una rama de la ‘imaginación pública’: “La literatura misma es uno de los hilos de la imaginación pública y por lo tanto tiene su mismo régimen de realidad: la realidadficción”.[15]

El “régimen de realidad”, llamado por Ludmer “realidadficción” corresponde a lo que Debord llamó sociedad del espectáculo; Burroughs, Reality Studio y Baudrillard, simulacro. Pero Ludmer casi ha borrado todos los rastros del control y ha quedado sólo la entusiasta fraseología panegírica del orden capitalista (liberal y neoliberal). Su “imaginación pública” en realidad es la privatización mediática de lo público imaginario.

Así compendia Ludmer a la lectura post-autonomista: “implica leer sin autores ni obras… No lee literariamente (con categorías literarias como obra, autor, texto, estilo, escritura y sentido) sino a través de la literatura… Usa la literatura para entrar en la fábrica de realidad”.[16]

La lectura post-autonomista (la crítica post-autonomista) usa al post-estructuralismo (leer sin autor, sin Obra) como trampolín para normalizar el capitalismo espectacular (“la fábrica de realidad”). Usa a la literatura para entrar a la “fábrica de la realidad” sin cuestionarla. Da por dada la fábrica y la realidad ahí fabricada. La realidad-mercado.

El salto ludmeriano de lo crítico a lo panegírico es sutil. Creo no ha sido advertido hasta hoy.

La post-crítica ludmeriana desea mirar cómo lo literario participa de la sociedad del espectáculo (la “Imaginación Pública”) para colaborar en crear “realidadficción”, es decir, hegemonía, consenso, Reality Studio, fake news (¡y fake lit!), simulación; aunque Ludmer, por supuesto, retoriza esta “fábrica de realidad” como un evento colectivo, entre desencantado y democrático, entre inevitable y excitante. 

La “imaginación pública” es el nombre ludmeriano para los medios de comunicación enlazados al control, es la máquina cibernética de producción de discurso hegemónico, de consenso con coerción (y en el caso de Ludmer con lirismo y teoría post-crítica). “Imaginación pública” es el bautizo que recibe esta maquinaria acorde el entusiasmo provocado por la realización de la utopía capitalista, el festejismo de la mercancía, por así decirlo.

La “imaginación pública” se vuelve otro componente laudatorio, afectivo, benevolente, sonriente, motivacional, del discurso ludmeriano de lo post-autónomo. 

La ética post-autonomista implícita en Ludmer se trata de un nihilismo y un cinismo que vienen del liberalismo, el post-marxismo y la progresía. Pero que debe ocultar el nihilismo y cinismo, la conformidad, para animarse y alentar que otros alimenten su esfera de privilegios en riesgo.

Lo motivacional de lo post-autonomista es crucial para la relación de las redes literarias y académicas con comunidades mucha más precarizadas. Los más precarizados deben ser motivados por las élites y semi-élites post-autonomistas a proseguir juntas la neoliberalización en el campo cultural y el campus universitario. 

El post-autonomatismo debe ser una conminación muy motivacional para que otros aspiren a participar de su advenimiento y adyacencia académico-virtual.

En el libro (2010), Ludmer excluyó la décima tesis de su primera versión (2006 y 2007), donde finalizaba: “Así, postulo un territorio, la imaginación pública o fábrica de presente… Desde la imaginación pública leo la literatura actual como si fuera una noticia”.

Parte de la pacificación de lo post-autónomo implica realizar una lectura que convierta a la literatura en información, a lo literario en noticioso. Ludmer en “Notas para Literaturas Posautónomas III” (2010) aseguraba: “Ahora leer es más fácil, es como ver”.

Ludmer sabe que los conceptos, perceptos y afectos que se desprenden de su post-autonomatismo son fantasías nacidas de borrar la brutal explotación neoliberal. En la entrevista de 2007, finaliza diciendo: “para mí la imaginación pública es un territorio utópico, pero por supuesto existe la explotación: los que trabajan en toda la red que produce el presente son explotados. Yo pienso como si ya hubiera ocurrido la liberación y esa creación de presente, de afectos, de creencias, de vidas cotidianas, fuera un trabajo libre de todos, como si ya no hubiera opresión”. La idea de lo post-autónomo es la cara feliz que se fantasea al final del arcoiris neoliberal.

Además de un aire de propaganda, en la máquina post-autonómica ludmeriana resuena una afectividad propia de la literatura y las Humanidades consideradas como industrias y emprendedurías “creativas”. Como una ‘invitación’ a emocionarnos por las ‘oportunidades’ que la sequía post-literaria y la escritura y lectura desde la desdiferenciación proveen a los aspirantes a publicar. Como anunciándonos: ¡Tú también puedes participar de los emotivos beneficios de la Imaginación Pública! 

La Literatura-Universidad como Co-working Space. Virtual. 

Ludmer sabe que en la Imaginación Pública “los que trabajan en toda la red que produce el presente son explotados”. Pero ella construye su teoría sobre lo post-autónomo “pienso como si ya hubiera ocurrido la liberación y esa creación de presente, de afectos, de creencias, de vidas cotidianas, fuera un trabajo libre de todos, como si ya no hubiera opresión”.

La lectura post-autonomista es la forma de “lectura” post-post-estructuralista que se ejerce en Un Mundo Feliz.

6. La (post)crítica como “activismo cultural”

En una entrevista a finales de 2007 decía Ludmer: “considero que ya no hago crítica literaria”. Mientras que en “Literaturas postautónomas: otro estado de la escritura” de 2012, Ludmer postulaba a “la crítica como una forma de activismo cultural”.

Más que una definición de toda literatura en el siglo XXI, lo post-autónomo de Ludmer es la crítica literaria (y académica) que sale de sí misma y en un momento se define como un abandono de la crítica literaria y, en otro momento, se define como “activismo”.

Esten “activismo” es la faceta más débil y, sin embargo, la más evangélica de la última Ludmer. 

Como hemos escuchado, hay mucho de conformismo en esta Ludmer. Su discurso es una forma de nihilismo no-trágico, un nihilismo-soft, que consiste en aceptar que se ha derrumbado el valor literario y la autonomía literaria, pero que hay un corpus más amplio esperando ser comentado mediante la lectura ocular. En este punto se intensifica la exaltación ludmeriana, su propuesta abstracta de un “activismo cultural”. 

Hay una utopía inspirando a Ludmer, un triunfo, que alimenta ese aspecto festivo, hiperbólico, entusiasta de su teoría. Ludmer dice:

“vivimos en una utopía realizada… hoy vivimos en la utopía realizada del liberalismo de circulación mundial de la mercancía. El proyecto utópico del liberalismo del siglo XVIII fue que todo el mundo se abriera al comercio mundial y que todo circulara, y estamos viviendo eso”.[17]

El tono celebratorio del post-autonomatismo de Ludmer nace de esa utopía realizada. Se trata del optimismo sintomático de la “utopía realizada”, dice ella del “liberalismo”, aunque, en realidad, se trata de la utopía realizada del neoliberalismo o, mejor dicho, de su utopía realizándose.

¿A qué se refiere tal “activismo cultural” en concreto? ¿Ser profesores de las empresas académicas llamadas universidades? ¿Escribir dentro de la “imaginación pública”? ¿Ser activista para activar otros activistas de este orden neoliberal disfrazado de post-autonomía? Eso parece. 

Pero también, simplemente, entusiasmarse a partir de la normalización de la neoliberalización e invisibilizarla y considerarla como una apasionante oportunidad “desprivatizadora”, “despropiadora”, como dice Ludmer. O imaginar que la emancipación ya ha ocurrido y escribir y leer y comentar cultura a partir de esa post-realidad. 

La “crítica” como “activismo cultural” en la época post-autónoma también podría significar críticos, comentaristas, blogueros, microblogueros, profesores, investigadores dedicados ya no a juzgar y comentar el valor literario o, al menos, la literariedad de las obras, puesto que todo ello ya ha expirado, sino a seguir su afirmación de 2012: “En la postautonomía no hablamos de lo estético sino de procesos de estetización (constitución de un discurso sobre el valor literario)”.

La mayor parte de las veces, sin embargo, el activismo post-autónomo parece poder consistir simplemente en continuar haciendo tu trabajo cultural cotidiano dentro del neoliberalismo o utopizar que otro mundo ya fue posible cuando, en realidad, no ha sido posible.

El activismo cultural como reactivismo ideológico.

Lo más fascinante del libro de Ludmer es que puede ser leído y emocionarnos de su promisoria propuesta y prácticamente hacernos olvidar que se trata de un embellecimiento de la neoliberalización de la literatura y todos nosotros.

Ludmer fantaseó que ya se había alcanzado la completa subsunción de la literatura a la economía capitalista y todos debimos ser felices.


[1]Ludmer, “El fin del mundo. Un orden posible 4”, en Aquí América latina. Una especulación, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2020, p. 118.

[2]Ludmer, “Literaturas posautónomas”, en Aquí América latina. Una especulación,p. 173.

[3]Ludmer, “Literaturas postautónomas: otro estado de la escritura”, en DossierRevista de la Facultad de Comunicación y Letras, núm. 17, Universidad Diego Portales, 2012. (https://www.revistadossier.cl/literaturas-postautonomas-otro-estado-de-la-escritura/)

[4]Ludmer, “Literaturas posautónomas”, en Aquí América latina, p. 172.

[5]Ludmer, “Notas para Literaturas Posautónomas III (2010)” (https://josefinaludmer.wordpress.com/2010/07/31/notas-para-literaturas-posautonomas-iii/)

[6]Ludmer, “Literaturas posautónomas”, en Aquí América latina, p. 176. 

[7]Ibid., p. 177.

[8]Ibid., p.171.

[9]Martin Kohan, “Sobre la Posautonomía” [2012], en Landa, vol. 1, núm. 2, 2013, pp. 310 y 318. (https://www.revistalanda.ufsc.br/PDFs/ed2/MARTIN%20KOHAN.pdf)

[10]Ibid., pp. 313 y 316. Sería interesante, por cierto, desempacar los diversos sentidos que hay en las caracterizaciones de Kohan acerca de lo post-autonómico ludmeriano y, a la vez, la representación que Ludmer hace de Kohan en Aquí América latina. Hay ahí una polémica en sordina.

[11]Matilde Sánchez, “Contra las mitologías de origen”, en Aquí América latina, p. 25.

[12]Ludmer y Cristina Mucci, “Josefina en Los Siete Locos” (grabado en 2010 y subido a Youtube en 2014: https://youtu.be/X2v8ODoXmsM). Minuto 8. 

[13]Ludmer, “Elogio de la literatura mala” (entrevista de Flavia Costa), en Revista Ñ de El Clarín, diciembre de 2007. En línea.

[14]Ludmer, “Las ficciones nocturnas”, en Aquí América latina, p. 64.

[15]Ludmer, “Introducción”, en Aquí América latina, p. 32.

[16]Loc. cit.

[17]Ludmer, “Elogio de la literatura mala”.

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DECÁLOGO PARA DESCOLONIZAR LO DECOLONIAL. UNA CRÍTICA A LA ESTÉTICA DE ENRIQUE DUSSEL

Heriberto Yépez

Expondré diez tesis para continuar la descolonización de la Estética actual. Dentro de esta Nueva Estética ocurre la llamada estética decolonial, una de sus posibilidades más radicales. Tomaré como referente las “Siete hipótesis para una estética de la liberación”, el último de los Siete ensayos de filosofía de la liberación. Hacia una fundamentación del giro decolonial (2020) de Enrique Dussel. Haré una propuesta para radicalizar la descolonización de la teoría, incluida la propia teoría decolonial y, en concreto, discutiré el modelo decolonial-dusseliano al mismo tiempo que presentaré un modelo complementario, correctivo o alternativo. 

Tesis #1. Hay que descolonizar al descolonizador

Los descolonizadores todavía son colonizadores. Hay que descolonizar al descolonizador. La descolonización es un proceso. El proceso descolonizador también es un proceso de descolonización de sí mismo. 

Como mecanismo de defensa psicopolítica, tanto los intelectuales como los públicos de la descolonización teórica tienden a privilegiar figuras blancas patriarcales. Estas figuras respetables, figuras no-revoltosas, son elegidas para desacelerar el proceso de descolonización. Las instituciones buscan un proceso dócil y dosificado de descolonización “pacífica”. Una “descolonización” colonizada.

Esta psicopolítica del foro decolonial tiene componentes tradicionales (el atavismo teórico confía en fenotipos caucásicos del filósofo o intelectual); componentes ansiolíticos (descolonizar inquieta los fundamentos de toda subjetividad) y componentes contrainsurgentes conscientes e inconscientes (el proceso descolonizador exige una destrucción de todos los privilegios). Todos estos componentes (y otros) son el aspecto reactivo al interior de la teoría decolonial, su autosabotaje estructural. No son su antítesis externa, sino antítesis interna.

Mientras el proceso descolonizador no atienda estos componentes (y otros) de su desaceleración no podrá avanzar al ritmo necesario o incluso se auto-desactivará a modo de temática institucional o alianza fotogénica.

El filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel indudablemente es un pensador crucial de nuestro tiempo. En mi juicio como crítico, no hay un autor vivo más importante en México que Dussel, no sólo por sus propia trayectoria e ideas sino por todo lo que su proyecto pone en juego: la totalidad de la Historia de la filosofía y su relación revolucionaria con el presente global. Negar su importancia mexicana o americana es un grave error. 

Ahora bien, tan grave como esta sordera hacia lo dusseliano es su recepción acrítica o edulcorada. Debido a los componentes tradicionales, ansiolíticos y contrainsurgentes de la (auto)desaceleración de lo decolonial (y como compensación sistémica al desdén) se ha dotado a Dussel de una autoridad pastoraly una recepción reverencial

En su calidad de hombre blanco, polímata, anciano, extranjero, teólogo, parsimonioso, carismático y maestro, Dussel hereda (especialmente en México) el aura de la figura del misionero (un aura entre lascasiana sahaguniana, diría yo). Hay que apreciar y criticar a Dussel fuera de esta disposición re-colonizante.

Esta disposición de automatismo de veneración de figuras intelectuales y artísticas patriarcales o matriarcales que encajan en los modelos moderno-coloniales con que se les identifica (debido a su blanquitud, clase social, afectividad civilizada, éxito capitalista o notoriedad meritocrática) son un primer muro (fotográfico) para mantener la dominación.

Liberados de estas predisposiciones re-colonizantes (fuera y dentro de la teoría decolonial) puede comenzar la crítica para descolonizar al descolonizador en sus ideas.

Tesis #2: Hoy la Filosofía es un Regreso. Pensemos el Regreso

Las oleadas de marxismos, filosofías analíticas, posmodernismos y post-estructuralismos habían establecido un aire anti-filosófico y post-filosófico desde la posguerra. Pero en algún momento de finales del siglo XX y albores del siglo XXI, la Filosofía comenzó a restablecerse y hacia la segunda década del siglo XXI estaba ya de vuelta en el mercado de las ideas estelarizado por Zizek, Badiou y el realismo especulativo. Incluso las últimas figuras post-estructuralistas eran otra vez leídas como figuras de la filosofía. Dussel es la figura más relevante de este espíritu retro-filosófico en Latinoamérica. 

El regreso de la Filosofía produce entusiasmo debido a que permite restablecer intensas interacciones entre obras, comunidades y tópicos. El acta de defunción de la filosofía había sido prematura. Salvo para los filisteos, no hay duda de lo apasionante de esta vuelta de la filosofía. 

Como la filosofía misma nos ha enseñado, hay que mantener una indomable actitud crítica. Si analizamos su reinstalación en estas primeras dos décadas del siglo XXI observaremos que este regreso-de-la-filosofía posee componentes de regresiónretromanía

Una parte de Badiou, Dussel, el realismo especulativo, al mismo tiempo que avanzan la agenda neo-filosófica regresan la filosofía a un estado anterior al que ya había alcanzado. Y no se puede ocultar que la filosofía regresa, en algunos sectores, para obnubilar otras perspectivas y disciplinas y, sobre todo, grupos de disidencia. Como remate, el mecanismo académico, editorial y el networking, alimentan el regreso de la filosofía como moda de retromanía.

Es necesario no sólo celebrar el regreso de la filosofía sino, sobre todo, pensar su regreso y al Regreso.

Este primer par de tesis me permite presentar las siguientes tesis junto con mis objeciones a la estética de la liberación de Dussel. 

Tesis #3: La Estética regresa, y también, la tentación de re-naturalizar lo bello (y su molécula ortodoxa)

La combinación del regreso de la filosofía con el auge de la neurociencia ha estado conduciendo a premisas o conclusiones universalistas sobre la supuesta naturaleza de categorías estéticas.

La estética de Dussel comete el error de buscar fincar paradigmas eurocéntricos como si fueran naturales. Este error se sitúa al puro inicio de su edificio estético: 

“La aísthesis es la apertura al mundo des-cubierto como bello… y a las cosas reales (o imaginarias) del mundo como manifestación de subelleza“.[1]

Dussel recae en ese viejo pre-juicio de la filosofía occidental de asumir que lo estético tiene a lo bello como su núcleo radiante, hasta casi volver sinónimos lo estético y lo bello. Así la Estética queda reducida a una Kalóstica. 

Dussel re-produce el kalocentrismo de la Estética griega y moderna. Escribe Dussel: “la belleza es un fenómeno que se refiere a propiedades físicas de las cosas reales, es decir, que es parte del cosmos” y considera al “campo estético… como un momento cósmico dentro del mundo” (140). 

Una vez reinstalado el pre-juicio re-kalocéntrico, Dussel suma que la aísthesis es la facultad para reconocer lo bello definido como aquello que afirma la vida. “La aísthesis es la facultad subjetividad que constituye a la cosa real desde el criterio de la afirmación de la vida…” (141). Dussel anuda lo estético a lo bello y luego lo estético-bello a la fecundación. En Dussel lo bello es lo que permite “la realización de la vida”.

Este triple nudo ocasiona que Dussel considere que el “canto del gallo” y el “Himno a la alegría” formen un arco evolutivo de lo estético. Tambien asevera que “los insectos (en su proto-estética) pueden descifrar, gracias a la belleza de la flor… la disponibilidad del néctar para la vida… La flor, órgano sexual, por su belleza, afirma la vida” (142). Hay un imaginario macho, sexual, heterosexualista, en la base ontológica de la estética dusseliana.

“El ejemplo magníficamente descrito del pavo real, desde las observaciones de Charles Darwin, es ciertamente ejemplar… El plumaje desplegado del pavo real macho para atraer a la hembra, pone a la belleza como medio para que se elija lo más desarrollado de una especie… El bello canto del pájaro, igualmente, no tiene otra finalidad que seducir a la hembra que elige al que canta con mayor belleza” (142). Dussel lo denomina “darwinismo estético”. También lo define como “bioestética”. 

Dussel nutre su Estética re-kalocéntrica con supuesto sustento científico. Dussel esencializa lo bello como atractor sexual y la “bioestética” (pro-vida) partiendo de Darwin. Pero habría que recordar que Darwin asocia sus observaciones estéticas con misoginia y racismo. A Dussel, sin embargo, no parecen problematizarle estas resonancias adjuntas con esta visión (heterosexualista y reproductivista) de lo bello (darwiniano).

En una nota de pie de página, Dussel narra:

“En un viaje a Egipto, entramos en un comercio árabe donde se exponían perfumes; el artesano nos hizo arremangar la camisa y con un algodón fue pasando desde la mano y por todo el antebrazo, depositando sobre la piel veinte o treinta diversos perfumes. Aquello era una experiencia nunca vivida por el olfato de deliciosos y desconocidos perfumes. Entonces comprendí el desarrollo de la cultura sofisticada del antiguo Egipto, que ante el calor sudoroso del desierto invento el arte perfurmario, que ciertamente esgrimió Cleopatra para seducir a los bárbaros romanos” (148)

Este episodio erótico cristaliza las contradicciones del imaginario de la estética dusseliana. El episodio termina con la epifanía y la escena (machista, hay que decirlo) en que Cleopatra esgrime sus perfumes para seducir bárbaros romanos. Paradójicamente esta resultante fantasía heteropatriarcal surgió de una experiencia sensual-comercial con los algodones y aromas provistos por el artesano árabe.

El darwinismo estético heteropatriarcal de Dussel construye una genealogía en que “la estética natural se transforma en la estética cultural, humana, histórica, que desarrolla hasta el infinito, en los diversos campos (o subcampos) estéticos, las primeras y fundantes (ontológicas) experiencias de la aísthesis” (148). De este modo consolida su imaginario reproductivista, heteronormativo convirtiéndolo en fundamento originario transversal de lo bello cultural y artístico.

Esta fundamentación es muy ortodoxa. En la molécula de esta fórmula dusseliana se enlaza a la estética eurocéntrica, evolucionismo acrítico y una concepción hetero-reproductivista de la belleza. La base de esta “estética de la liberación” no tiene mucho de decolonial.

Esta naturalización de lo heteropatriarcal eurocéntrico es una base contradictoria para el proyecto dusseliano de una estética decolonial. 

Tesis #4: Una nueva Estética incluirá los aspectos obscuros de lo estético y lo artístico

Como diagnosticó Nietzsche, la filosofía occidental tiene un núcleó platónico y judeocristiano que le impide apreciar la plenitud de la vida. La estética dusseliana persiste en el error dualista. Se trata de una Estética polarizada, construida desde una visión unidimensional de la existencia, donde lo “bello” ha sido identificado con el Bien.

Su estética se identifica como “bioestética” (de lo bello) en oposición a la “necroestética” como “criterio de la fealdad” y la muerte. “En el campo estético, los entes serían bellos o sin valor estético, feos” (146). El término de necro-estética, dice Dussel, surgió de la necropolítica de Achille Mbembe. 

Este dualismo bello-feo es uno de los ideologemas que afecta a la estética dusseliana. Es como si Dussel ignorase la preponderancia de lo “feo” en el arte, ya no decir en la existencia. 

Sin embargo, insiste en construir esta categorización binaria. A las “necroestéticas” las considera “defectivas” (158). En otros lugar denomina “necroestética” a las estéticas (colonizadoras) que niegan cualidad artística a las estéticas de otras culturas (colonizadas) relegándolas “a la exterioridad del no-ser” (161). Pero esta equivalencia entre necroestética y esteticidio pareciera un apéndice. Su definición más persistente es la necroestética como aquel arte que Dussel condena por estar ligado a lo feo y no promover la reproducción de la vida, aquello que no busca “afianzar la voluntad-de-vida (Lebenswille) de un pueblo… que es el contenido último de la misma estética” (157). A final de cuentas, lo necroestético dusseliano se trata de un espectro vago, una especie de condena abstracta hacia ciertas tradiciones, sensibilidades y poéticas.

Quizá el problema más grave de esta concepción unidimensional de la estética es que ignora la importancia de la “muerte” en la vida del arte. Resulta curioso que Dussel equipare al arte con la bondad y la vida positiva cuando el arte histórica, psíquica, filosófica y, sobre todo, morfológicamente depende de nuestra relación con lo feo, ruinoso, enfermo, defectivo, putrefacto, degenerado, abyecto, sórdido, terrible y, sobre todo, lo obscuro, destructivo y malvado. 

Resulta paradójico que Dussel postule como una estética decolonial una concepción edificante de la vida y el arte justamente en el país del arte azteca, José Guadalupe Posada y Juan Rulfo, tres impresionantes necroestéticas.

La necroestética alimenta desde Frida Kahlo hasta Antonin Artaud. Podríamos forzar las definiciones de Dussel para defenderlas pero la realidad es que su concepción de la bioestética y la necroestética son tan dicotómicas, dogmáticas y unilaterales que como filosofía, historia o crítica del arte, simplemente, no comprenden la complejidad del fenómeno artístico, en todo lo que tiene de diabólico. Desde la tragedia griega hasta Marina Abramović, el arte tiene un vínculo potente con lo que Dussel condena como necroestético, desde su materialidad y temática hasta su afectividad y cosmovisión.

La Estética dusseliana marcha en dirección contraria a una liberación del arte de la moral judeocristiana. Realmente descolonizar la Estética (como disciplina filosófica para pensar la aísthesisy el arte) implica descolonizarnos de la moral judeocristiana y una reconciliación con los aspectos obscuros de lo estético y lo artístico. 

Tesis #5: La Estética y Ética son distintas

Lo anterior me permite abreviar esta quinta tesis: al contrario de lo que algunos pensadores han querido establecer (desde Platón hasta Wittgenstein), la Estética y la Ética son ámbitos y disciplinas distintas. No se puede ya proseguir la reducción ética de la Estética. 

Esta etho-reducción consiste en imaginar los principios de lo estético y lo artístico mediante criterios ético, morales o cívicos. Si la Estética desea avanzar como comprensión crítica, científica o, al menos, descriptiva de la experiencia estética y la producción artística no puede dirigir sus observaciones, investigaciones y reflexiones mediante principios éticos. Así como un zoólogo no podría estudiar a los animales bajo la perspectiva de su conformidad con la moral humana en turno, tampoco el esteta puede colocarse unos lentes etho-centrípetas para juzgar al arte. 

Lo estético y lo ético tienen una fuerte correlación. Lo estético y lo ético poseen zonas de convergencia y, asimismo, zonas de divergencia e incluso incompatibilidad de principios, procesos y perspectivas. 

Una Estética descolonizada es una Estética descolonizada de la Ética. Y una Ética descolonizada de su rol autoritario sobre otra dimensión de la filosofía y la experiencia.

Tesis #6: El Regreso de la Estética provoca una resurgencia del platonismo y su visión ancilar del arte

Los filósofos ortodoxos no dejan de cometer el error de definir al arte como un instrumento de educación política y, para ser precisos, definiendo al arte como pedagogía pensada por la gerontocracia; y la Estética como gerontogogía para entender el arte. 

El arte como instrumento para adoctrinar a los jóvenes en ciertos valores aprobados por el Estado y la moral pública. Y la Estética como forma en que los ancianos ilustres (representados por los filósofos) quieren guiarse unos a otros para intentar controlar el pasado, presente y futuro del arte. Pedagogía del arte y Gerontogogía de la Estética han marchado juntas.

Dussel recae en esta Pedagogía del Arte y en esta Gerontogogía de la Estética. 

Dussel insiste en ver al arte como instrumento y ornamento. “No es que el arte tenga una función política, sino que presenta el acontecimiento revestido del aura de la belleza que el artista sabe crear” (cursivas mías, 154). El arte como creación de belleza ornamental-instrumental.

Inspirándose en una poética zapatista, muy específica del proceso político del zapatismo en Chiapas, Dussel propone un neoplatonismo populista de la producción de arte. “El consenso de la comunidad es el origen de la obra estética diseñada… lo que podemos denominar una estética obediencial: obedece el gusto y la necesidad de la obra de la comunidad” (156). 

Esta poética zapatista para el arte público es muy interesante y acertada. Pero una parte del error de Dussel consiste en tomar una poética (una forma de producir arte) como estética universalizable, es decir, como forma colapsada de sentir y producir lo estético-artístico. 

Dussel directamente propone una demagogia del arte como principio rector del arte en el futuro. Su idea coincide con el modelo de Platón y Proudhon, pero no con el de Marx o Adorno. La Estética duselliana es platónica. Con un giro populista donde la República deviene la “comunidad” y se establece como dogma que “siendo el pueblo siempre la sede ontológica y el actor protagónico” de la “potentia aesthetica” (168). Pero el platonismo es claro y más bien burdo. 

“La comunidad educa al artista y crea lo que hemos llamado una estética obediencial… la pedagogía comunitaria determina ahora la estética popular y viceversa” (164-164). Se trata de una utopía populista dusseliana, contrafactual, válida, por supuesto, pero como poética particular (utopía práctica), no como preceptiva universalizable y, mucho menos, como dogma neo-estético o Estética. 

Por un lado, esta estética obediencial es una crítica necesaria a la atomización del talento artístico, pero universalizada se convierte en una visión acrítica del consenso popular y la comunidad como supuestos garantes del arte. En nombre de una grandilocuente poética del asambleísmo, el arte podría ser reducido a una práctica y preceptiva consensual y ortodoxa. Las poéticas del disenso no aparece en ningún momento dentro de este esquema neoplatónico populista de Dussel.

Hay una visible contradicción en fundar una supuesta “estética decolonial”, en camino como “estética de la liberación”, y hacia una “estética futura pluriversal” mediante un arte ancilar, un arte encadenado al consenso y reducido a diseño e instrumento. Un arte colonizado por el consenso.

Una descolonización de la Estética, en realidad, comenzaría con liberar al arte del platonismo clásico y de las nuevas reducciones pedagogistas del arte y del gerontogogismo de la Estética misma.

Tesis #7: El arte no es necesariamente eudemonía

Si evitamos la reducción ética de lo estético y, en general, el etho-centrismo en el arte, así como abandonamos los limitantes proyectos hacia un arte ancilar, se deshace otro de los nudos: el arte y lo estético subornados a la eudemonía (o eudaimonía), el arte como instrumento de un supuesto Buen Vivir ontológicamente predeterminado o destinado. 

Dice Dussel casi como conclusión: “la estética es la experiencia gozosa de la vida; es la alegría, la felicidad o la belleza como fin, como modo supremo de existir del viviente humano” (170). Esta visión del arte directamente expresiva y promotora del Buen Vivir (un arte exclusivamente eudemónico) es una fantasía entre romántica y Kitsch. Muchos artistas y escritores han advertido sobre los tintes esclavizadores de que al arte se le exija proveer el horizonte que no ha podido proveer lo económico, lo político o lo ético. Y el arte que se separa de esta eudemonía pareciera ilegítimo, inmoral, desviado, condenable. 

El arte ha mantenido una distancia ante la eudomonía. A veces ha sido una promesa de felicidad; otras, consolación ante la desolación cósmica. Otras veces éxtasis o sueño. En otros casos, el arte ha sido distópico, pesimista, trágico, pesadillesco, verdugo, apocalíptico. En todos estos casos, el arte mantiene una distancia (crítica y creativa) ante la eudemonía. 

Tesis #8: El teólogo se agiganta gracias al regreso de la Estética

Dentro del campo decolonial ya es un lugar común defender la teología alegando que el ateísmo y el espíritu laico son parte de la Ilustración colonizadora y, por ende, debe mantenerse a raya al ateísmo o la crítica ante los componentes religiosos (populares) de lo decolonial. En Latinoamérica esta crítica suele olvidar que el colonialismo occidental tiene estratos tanto religiosos como seculares. Y una descolonización requiere poner en cuestión ambos estratos.

Los vínculos de Dussel con la teología son directos. Su autocrítica judeocristiana es escasa en mucho de su obra. En su Estética esa autocrítica es inexistente.

Esa teología judeocristiana se manifiesta en su modelo hagiográfica del “artista obediencial”, en la reducción ético-moral del arte y su paradigma eudemónico. Pero también en su visión hagiográfica del propio fin del arte. Al principio de su ensayo, Dussel dice: “debo indicar que la contemplación emotiva de los grandes místicos (budistas, sufíes musulmanes… cristianos, etc.) es la culminación de los grados de la sensitividad estética: una subjetividad estática… ante la totalidad de la realidad como lo santo por excelencia” (138). Su ensayo al final reitera esta visión del arte como mística y santidad: “la estética… cuyo límite es la exaltación de la fruición de la belleza en lo santo” (171). 

Lautréamont, Poe, Baudelaire, Rimbaud poseen una fuerte dimensión metafísica, incluso teológica. Pero su visión no corresponde ni puede subordinarse a la teología y teleología de una mística o santidad dusselianas. Su relación con la maldad y lo infernal, incluso lo diabólico y perverso, es central en la revolución poético-artística que encabezaron planetariamente. La teleología dusseliana no obedece a la historia efectiva del arte sino a un tipo de preceptiva mística presentada como finalidad del arte. 

La Estética de Dussel es una poética. Solamente considerándola como una poética específica formulada por un filósofo teo-ontologista (en que la descolonización se mezcla con las persistencias y resurgencias judeocristianas) puede resultar estimulante. 

Considerada, como Dussel lo hace, como una Estética, sus ideas resultan fundamentalistas, negadores del arte y la poesía como frecuentes amistades con la desviación, el crimen, el accidente, el mal y el inframundo. Si bien el artista puede ser un místico luciferino o un santo sucio, lo santo y lo místico no han sido su base ontológica permanente o su meta suprema. Dussel no está pensando en el arte, sino en un uso prácticamente neo-eclesiástico del arte. La Estética dusseliana, en realidad, es la prédica de una poética.

Lo más cercano que podríamos situar a la (cripto)poética dusseliana de ser una Estética es identificarla como la Estética de una Teología de la liberación.

En la escena del Regreso de la Estética, el teólogo oculto bajo la mesa, debe salir y sentarse abiertamente en una de las sillas.

Tesis #9: Estamos ya viviendo la repartición de la descolonización institucionalizada

Dussel establece que su Estética de la liberación se mantiene en un “nivel ontológico y no propiamente óntico”. La discusión sobre los “campos” y “subcampos” estéticos, es decir, las artes (sus disciplinas y géneros) las remite a ser definidas por las universidades. “En este trabajo no entramos en la descripción sistemática de los distintos campos (o subcampos) de la estética. Esta sería una tarea propia de los institutos, escuelas o facultades de Artes” (147). El modelo decolonial de Dussel, en realidad, es bastante institucional y normativo.

Los propios artistas y la crítica de arte no entran en su panorama. Para Dussel la discusión óntica de los campos y subcampos debe realizarse en las instituciones académicas. Su ágora del arte está incompleta. Y pareciera que Dussel no supiera que la academia no sólo está tomada por la jerga y la burocracia sino que, de entrada, es una zona que históricamente no ha contribuido centralmente a la renovación del arte. Las instituciones académicas han desacelerado, cooptado, administrado, los cambios artísticos y su comprensión teorética. Pero Dussel acríticamente salta a los propios artistas para encomendar la teoría del arte a los académicos. Este es otro de los puntos sumamente paradójicos y débiles de la estética dusseliana.

Esta visión de una descolonización institucionalista se manifiesta en otros puntos de su modelo. “La descolonización… se sirve de la fuerza de los Estados, que descubren no solo su autonomía… sino igualmente la cultura estética propia… Los museos que se originan en naciones que han sufrido el colonialismo estético-cultural son signo de un proceso positivo de automanifestación de la dignidad de su creación estética” (163). Menciona al Museo de El Cairo, el de Antropología en México, así como “los nuevos museos en los países más ricos del mundo árabe-musulman… y cientos de museos regionales en la China” como ejemplos de un “proceso de liberación evidente”. Dussel no carece de verdad, por supuesto, pero llama la atención que piense la descolonización institucionalmente. 

Por un lado, Dussel propone al consenso popular como legitimación de la producción artística y, por otro, a los departamentos académicos y los museos gubernamentales como los encargados de la institucionalización de la estética decolonial.

La Estética de la liberación dusseliana también es un documento que muestra el proceso de institucionalización de lo decolonial.

Tesis #10: La vieja Estética jamás conoció al arte contemporáneo

Las hipótesis de Dussel tiene mucho de hipóstasis. Su “estética de la liberación” es un ejemplo de una Estética (o Filosofía del arte) que se hace sin crítica de arte, es decir, sin una reflexión que responde a la inventiva de los artistas, a las emergencias de lo estético. Aparte de la crítica de arte, en la estética dusseliana también brilla por su ausencia el arte contemporáneo. 

En el mapa de Dussel pareciera que existe el arte antiguo y popular, el pueblo y el Museo, pero en todo el ensayo (y en su pensamiento) no figuran las vanguardias del siglo XX. Finalmente, el escotoma abarca de Duchamp a Warhol y de Vito Acconci a Teresa Margolles. 

La Estética pensó a las bellas artes, y hacia su muerte moderna prefería a la pintura y la poesía. La Estética ya casi no pensó la literatura moderna ni el arte vanguardista o contemporáneo. Fue la Teoría del arte quien se relacionó con el último largo siglo. La filosofía está regresando y retorna también la Estética. Pero debemos tener muy claro que la Estética jamás conoció al arte contemporáneo; su inercia es desdeñarlo.

La estética dusseliana es importante por muchas razones. Desde su gesto de relectura de la entera filosofía hasta su lanzamiento desde la zona geográfica misma donde inició la colonización moderna. Esta crítica que hago no busca demeritarla sino, precisamente, leerlo críticamente y continuar radicalizando la descolonización desde la Filosofía, la Estética, la escritura y las artes.

Finalizaré mi crítica con esta recapitulación:

DECÁLOGO PARA DESCOLONIZAR A LA ESTÉTICA DECOLONIAL

1. Descolonicemos al descolonizador.

2. Experimentemos el Regreso de la Filosofía (y, por ende, la Estética) junto con una crítica de la Filosofía, la Estética y el Regreso.

3. No edulcoremos la Estética re-centrándola en lo “bello”.

4. No hay Estética plena sin comprensión de las necroestéticas del arte.

5. Estética y Ética no son una.

6. Ni reducir el arte a Pedagogía ni la Estética a Gerontogogía. 

7. Mantengamos una relación magnética (atracción y repulsión) entre arte y eudemonía.

8. Junto con la Estética, retorna la teología y hagiografías del arte.

9. Vivimos en un ámbito en que ya opera lo decolonial institucional.

10. Pensemos la nueva Estética junto al arte contemporáneo.

La descolonización es difícil. Continuará difícilmente.


[1]Enrique Dussel, “Siete hipótesis para una estética de la liberación”, en Siete ensayos de filosofía de la liberación. Hacia una fundamentación del giro decolonial, Trotta, Madrid, 2020, p. 139. En resto del ensayo anotaré la página fuente entre paréntesis.


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CRÍTICA A LA INESTÉTICA DE ALAIN BADIOU

Heriberto Yépez

“Arte y filosofía” de Alain Badiou es un ensayo decisivo de la teoría del arte en nuestro tiempo. Badiou y Zizek han sido los dos filósofos más influyentes del siglo XXI. Su influjo ha sido mediático y filosófico. Debido a su agilidad filosófica, su personalidad performática y temática pop-global, Zizek es más popular. (Quizá ningún otro filósofo ha sido tan popular como Zizek). Pero Badiou ha logrado una mayor influencia dentro de la historia de la filosofía, como muestra la deuda que el realismo especulativo tiene con Badiou. No sería imposible que surgiera una secuela original a partir de Zizek, pero hasta ahora sólo Badiou ha conseguido mutar exitosamente. La fuerza de un filósofo también se manifiesta en las cepas.

“Arte y filosofía” (1994) ha sido incluido como el primer apartado de Pequeño manual de inestética (1998) cuya traducción al inglés y español en 2005 y 2009 lo han terminado de establecer como un nuevo clásico de la discusión del arte actual. “Arte y filosofía” es un brillante ensayo autónomo que fundamenta al resto del libro. Recorreré su argumento central al mismo tiempo que haré una crítica geopolítica que muestra ciertas limitaciones de la inestética de Badiou.

El ensayo de Badiou, en realidad, comienza con la definición de inestética que sirve de introito al libro entero, fechada en abril de 1998:

“Por ‘inestética’ entiendo una relación de la filosofía con el arte que, al postular que el arte es de por sí productor de verdades, no pretender de ninguna manera convertirlo en un objeto para la filosofía. Contra la especulación estética, la inestética describe los efectos estrictamente intrafilosóficos que produce la existencia independiente de algunas obras de arte”.

El estilo asertivo de Badiou había sido opacado (¡casi invalidado!) por el relativismo que el posmodernismo impuso en la atmósfera teórica. La inestética fue una formulación tajante para no recaer en la “especulación” de la Estética. Asimismo, la inestética posibilita que la filosofía tenga una zona propia ante el arte.

Si bien aquí la filosofía acepta haber perdido al arte como objeto de estudio, la inestética es una solución para que la filosofía no sea enteramente superada por la Teoría Crítica (de posguerra), la sociología del arte, los Estudios Culturales y los Estudios Visuales. 

La solución de Badiou fue seguir pensando al arte bajo un refugio: si la filosofía no puede ya revelarnos la Verdad del Arte, sin embargo, se puede inventar la inestética como una reflexión sobre los efectos que las verdades del arte ocasionan en la filosofía.

La inestética es intrafilosófica: una reflexión de la filosofía consigo misma (a propósito del arte). La inestética es, literalmente, una re-flexión de la filosofía, una flexión que acerca la filosofía a la filosofía; tras haber retirado su extensión (moderna) hacia el arte. Badiou no parece consciente de la índole defensiva de su búnker inestético.

Hay un trauma dando forma a la inestética. Se trata del trauma posmodernista, que ya venía infligiéndose desde Wittgenstein y el positivismo lógico (contra Heidegger), que cortó el flujo de pensamiento esencialista de la filosofía acerca del arte como objeto de estudio.

Si la estética llegó a ser la flecha que la filosofía lanzaba al arte como su blanco, tras la autocrítica de la filosofía hacia sus propios excesos totalizantes, perdió varios de sus objetos. El filósofo como arquero perdió al arte como posible blanco. 

Pero el filósofo como arquero continuó. Aun después de Marx, Wittgenstein y Foucault. Solamente que su rayo intencional se curvó, y ahora la flecha elude al arte pero en —efecto boomerang— regresa sobre el propio filósofo que —desde la supuesta cicatriz— discurrirá sobre los efectos que el arte tiene sobre su corpus. No es la solución que Buda aconsejaría al arquero flechado. Pero fue la ingeniosa flecha-boomerang diseñada por Badiou.

Al perder la filosofía su posición solar, la inestética fue lanzada como satélite artificial. Su órbita rodea al arte. Pero aquí la filosofía ya no tiene una función estelar. La inestética surge como respuesta al fin del heliocentrismo de la filosofía. Hay algo de argucia en la inestética, una argucia de astrónomo aficionado y arquero post-postmoderno.

Badiou no ha dejado de pensar al arte contemporáneo (y criticarlo). Pero si la inestética fuera estrictamente continuada, sería otro episodio del filósofo que se convierte en Bartleby. Ese Bartleby no ha sido Badiou, quien siempre se las arregla para volver a escribir proposiciones universales. Badiou es el máximo representante de la retro-filosofía que define a este inicio de siglo. La inestética es un interesante asiento en la barra del bar de la retro-filosofía contemporánea.

Entendamos la escena inestética. Badiou comienza “Arte y filosofía” con un remake del Amo y la Histérica de Lacan (que, a su vez, era un remake de una escena de Hegel). Escribe Badiou:

“Una imagen me viene a la mente, una matriz análoga de sentido: la filosofía y el arte están emparentadas históricamente como lo están, según Lacan, el Amo y la Histérica. Sabemos que la histérica va a decirle al amo: ‘la verdad habla a través de mi boca, estoy ahí, y tú lo sabes, dime quién soy’. Y se adivina que, cualquiera sea la sabia sutileza de la respuesta del amo, la histérica le hará saber que no es aún eso, que su ahí se escapa rápidamente, que es necesario empezar todo nuevamente, y trabajar mucho, para satisfacerla. Por lo cual ella impone su voluntad sobre el amo y se vuelve ama del amo. Así también, el arte está siempre ahí, dirigiendo al pensador la misma pregunta muda y centellante sobre su identidad, aun así… [el arte] se afirma decepcionado de todo lo que la filosofía enuncia con respecto a él”.[1]

Más que una imagen a secas, la escena (post-estética) del Amo y la Histérica es una fantasía erótica de Badiou. Ahí Badiou fantasea que el arte es una mujer histérica (una boca perversa y seductora) que implora al Amo-filósofo que le revele su verdad, sólo para luego frustrarlo. Es una fantasía erótica sadomasoquista de Badiou, un pequeño porno lacaniano. (Quienes hayan leído mi ensayo sobre Zizek, sabrán mi propensión a interpretar los episodios porno dentro de la filosofía). Es una fantasía donde la histeria-del-arte anuncia su insatisfacción al Amo-de-la-estética. La solución de Badiou es que el Amo ya no quiera revelarle la verdad a la Histérica, sino reflexionar (a lo lejos) sobre la perturbación que la histérica-arte provoca al interior del Amo-filósofo. La inestética como soliloquio cortesano, y reflexión excitante aunque post-coitum triste.

Badiou no tiene problema con reconocer al filósofo como Amo. La inestética es el “amo filósofo” que se repliega a sí mismo. El inesteta es el amo que no sabe qué y cómo pensar la “esencia” del arte en relación con el Ser, el Todo o, al menos, los demás entes. El amo inesteta, entonces, confiesa: no he podido resolver el problema del arte pero inventaré una ciencia filosófica, la inestética, para explorar los efectos que observar al arte, desde mi ventana, tiene en mi intelecto. El amo inesteta es un cauteloso sismógrafo de sí. O quizá el inesteta es el amo que monitorea las alteraciones de la presión arterial ocasionadas por la aparición de ciertas obras de arte. Hay algo de metafilosofía en la inestética, sí. Pero también algo de gerontogogía del arte, de senil autodidactismo del arte, de pequeña guía del arte para el viejo filósofo.

También hay algo de tragicómico en la inestética. Incluso algo de solución anglosajona. Como si la inestética fuera el Safe Space, el espacio seguro para retirarse y respirar, y no entrar en crisis de ansiedad y, sobre todo, evitar el shock.

Ahora bien, creo que Badiou más que proponer una ciencia (o, al menos, una nueva actitud contemplativa) está, en realidad, nombrando, explicitando, un espacio seguro desde el cual los filósofos ya han pensado intrafilosóficamente al arte. Así la inestética no sólo es la anunciación de una nueva dis/posición teórica sino la confesión de un espacio que existía ya en la Estética. El espacio autista de la Estética histórica.

Badiou cree que han existido tres grandes “nudos” entre arte y filosofía: el esquema didáctico, el esquema romántico y el esquema clásico. Después de explicar estos tres esquemas, Badiou propone el suyo.

Según el esquema didáctico, el arte es incapaz de verdad. La verdad “le viene” (le debe venir) “desde afuera”. Este es el esquema iniciado por Platón. En el didactismo, al arte le corresponde educar a los ciudadanos (especialmente a los jóvenes) acerca de las verdades extrínsecas a la obra. La obra de arte es usada como instrumento educativo; el arte se reduce a pedagogía

Cuando Badiou piensa este didactismo lo piensa bajo el signo acusatorio y comisarial de Platón, que desea custodiar qué verdades debe el arte contener y fomentar. Pero escapa a Badiou que hay un uso no-platónico (no-estatal, no-vertical) del didactismo que actualmente impera. Un didactismo bidireccional entre ciudadanos y Estado. Ambos usan al arte para aleccionarse mutuamente.

Pero uno de los aciertos de este juego de ideas de Badiou es hacernos repensar al paradigma pedagógico de buena parte del arte contemporáneo en el siglo XXI. Se trata de una forma de concebir al arte preferida no sólo por artistas bienpensantes, sino también por profesores, curadores, activistas, convocatorias gubernamentales y redes sociales. Hay campos enteros del arte contemporáneo tomados por el didactismo. 

En Latinoamérica, el revival de los conceptualismos tiene una relación directa con la resurgencia de este esquema didáctico. Así como el mero hecho de que las universidades y los museos de arte contemporáneo son los dos extremos institucionales que definen lo artístico y ambas instituciones son, precisamente, didácticas. El arte contemporáneo didactista es idóneo para la ideología del arte de muchos artistas, profesores y curadores. Y si sumamos que “bajo esta perspectiva, lo esencial es el control del arte”, entendemos porqué los funcionarios y opinologías liberales e izquierdistas también favorecen el esquema didáctico. 

A la “conminación educativa” del esquema didáctico del nudo arte-filosofía, Badiou contrapone el esquema romántico.“La tesis en este caso es que sólo el arte es capaz de verdad” (47). Esta es la posición del romanticismo germánico que coronó Heidegger y hoy prolonga Nancy. Ahí “el arte es lo absoluto hecho sujeto, es la encarnación” (47). Aquí el arte deja de ser una experiencia escolar (o informativa) para ser una experiencia eclesiástica (o mística).

Según Badiou, además del didactismo y romanticismo del arte hay una tercer modelo: el esquema clásico. Este esquema clásico, dice, “deshisteriza al arte”. Y hay que anotar que la recurrencia de Badiou a la idea de la histeria o las imágenes de “madamas” y “creaturas” (femeninas) es uno de sus puntos más cuestionables, llamaradas del imaginario lacaniano/misógino que preservan tanto Badiou como Zizek. 

Para Badiou, la figura tutelar del esquema clásico es Aristotéles. Este esquema otra vez considera que el arte es incapaz de verdad por sí mismo. Pero Badiou sostiene que “esto no es grave (contrariamente a lo que piensa Platón). No es grave porque la destinación del arte no es en absoluto la verdad”; en el esquema clásico, “el arte tiene una función terapéutica, y no cognitiva o reveladora. El arte no depende de lo teórico, sino de lo ético” (48). El esquema clásico coloca al centro a la catarsis, el agradar, lo afectivo y, de nuevo, el arte como “servicio público”. En el esquema clásico, en realidad, sin que lo diga Badiou, el arte como pedagogía se abraza con el arte como terapéutica.

Según Badiou, Platón y el marxismo (coronado en Brecht) son didactistas del nudo arte-filosofía; Nietzsche y Heidegger son románticos; y Aristóteles y el psicoanálisis (Freud y Lacan) son clásicos. El ensayo de Badiou es una polémica. Badiou critica a Deleuze por negar al arte ser plenamente pensamiento, y no sólo una posición del “lado de lo sensible como tal (afecto y percepto), en continuidad paradójica del motivo hegeliano del arte como ‘forma sensible de la Idea'” (55). En cuanto a las vanguardias, Badiou las critica por su “búsqueda desesperada e inestable de un esquema mediador… didáctico-romántico” (52). 

Lo que escapa a Badiou es la crítica a su propia posición inestética, una especie de refugio donde se salvaguardan componentes de los otros tres esquemas. Leído en Latinoamérica, resulta claro el eurocentrismo de Badiou. Cuando caracteriza a las vanguardias como un didactismo-romántico marcado por un “izquierdismo de la destrucción total y de la conciencia de sí formada ex nihilo, la incapacidad para la gran acción… el desprecio del Estado” (52-53) resalta la total ausencia del muralismo mexicano en el panorama de Badiou.

Su eurocentrismo de filósofo patriarca blanco también produce que en pleno fin de siglo XX, Badiou haya escrito: “¿Cuáles son, en el siglo XX, los órdenes masivos del pensamiento? ¿Las singularidades distinguibles masivamente? Yo sólo veo tres: el marxismo, el psicoanálisis y la hermenéutica alemana” (49). Badiou no ve al feminismo y al decolonialismo. Estas singularidades masivas son invisibles para la inéstetica de Badiou.

Y es que la inestética está formulada desde estas lagunas. Y para mantener tales lagunas. La inestética es una retirada de la filosofía, un Safe Space, un repliegue, una vuelta a sí misma, ante la problematización ocasionada por nuevas críticas y el arte contemporáneo mismo. No se puede decir que Badiou sea insensible o, mucho menos, podríamos decir que sea preponderamente retrógrada. Pero su retórica sí muestra persistencias de eurocentrismo, nacionalismo (francés), patriarcado. No es el único filósofo de izquierda en padecer estos lastres. 

Dentro de este ensayo, Badiou no llama inéstetica a su cuarto esquema. Pero Badiou indica que el punto de partida de este cuarto esquema es reconocer que “el arte en sí-mismo es un procedimiento de verdad”. Sostiene que “el arte, como pensamiento singular, es irreductible a la filosofía”. Por inmanencia quiere decir que “el arte es rigurosamente coextensivo a las verdades que él prodiga” y por singularidad el que “esas verdades no están dadas en ningún lugar fuera del arte” (54).

Así el arte, según el propio Badiou, mantiene su función educativa. Si bien la filosofía ya no puede conservar al arte como objeto de estudio, sí se coloca como “madama de lo verdadero”, es decir, como intermediaria celestina entre las verdades propias del arte y los ciudadanos. Respecto al arte, la filosofía tendría como función mostrar los procedimientos de verdad de las obras de arte.

Si fuésemos rigurosos con la propuesta de Badiou (que él deja apenas brevemente descrita aquí), la inestética sería el dis-curso acerca de cómo el arte afecta a la filosofía. Pero la filosofía puede todavía hablar de las verdades del arte ante los ciudadanos, y eso no es, estrictamente, el centro de la inestética. Pero esta diferencia no parece percibida y, mucho menos, desarrollada aquí por Badiou. 

Badiou se autocelebra: “la tesis según la cual el arte es un procedimiento de verdad sui generis, inmanente y singular, es en realidad una proposición filosófica absolutamente innovadora” (54). Badiou rehúye usar la noción de autonomía. Pero su cuarto esquema dota de autonomía a la veridicción del arte.

Para Badiou, la filosofía no produce verdades, sólo es “madama” de las verdades que se producen en el arte, la ciencia, el amor y la política. Pero esta es una falsa modestia. La clave de la inestética y la filosofía-ante-el-arte de Badiou reside no sólo en ser un recogimiento, un repliegue del filósofo —una tregua unilateral en plena época de cuestionamiento del filósofo eurocéntrico-patriarcal— sino en ser un paradigma en que la verdad vuelve como noción central.

Nótese la jugada: el Medievo hizo a la filosofía “sirvienta” de las verdades de la Teología. En la post-postmodernidad de Badiou, la filosofía es convertida en “madama” de las verdades del Arte, el Amor, la Política y la Matemática.

La argucia de la inestética de Badiou consiste, en buena medida, en “reconocer” la “verdad” del arte, para negociar silenciosamente mantener, en general, la noción de “verdad”. Badiou transfiere a las obras de arte (y más disimuladamente a los artistas, a la configuración artística) la “verdad” que antes poseía el filósofo, quien ahora servirá de su “madama”, de sujeto intelectual que muestra las distintas verdades singulares del nuevo cuadrivio. Casi se podría decir que en Badiou este mostrar las verdades inmanentes y singulares convierten al filósofo en un curador de las verdades.

Una vez reiterada a la “verdad”, Badiou refuerza su inestética y filosofía-ante-el-arte recurriendo a su célebre concepto del acontecimientoy la idea de configuración artística. Así lo resume: “la unidad del pensamiento sobre el arte como verdad inmanente y singular es, en definitiva, no la obra ni el autor, sino la configuración artística iniciada por una ruptura acontecimiental (que en general vuelve obsoleta una configuración anterior)” (57). Así el acontecimiento tendría el nombre de “Esquilo” para la configuración conocida como “tragedia griega”. Y así la “de Cervantes a Joyce, la novela es un nombre de configuración para la prosa” (cursivas mías, 58). 

En este cuarto esquema propuesto por Badiou, ¿cuál sería la función de la crítica de arte? En cierto modo, si siguiéramos a Badiou, la filosofía tomaría el sitio de la crítica de arte, aunque bajo la condición de desplazar la noción de forma con la de verdad-configuración. El filósofo-crítico mostraría la verdad-configuración operante; y para Badiou es muy relevante la novedad de una obra de arte “en tanto ella es una indagación que no había tenido lugar, un punto-sujeto inédito de la trama de una verdad” (57). El filósofo-ante-el-arte comentaría cada obra artística particular como una instancia de una verdad-configuración, como una variante de esa verdad.

Nuevamente notemos, asimismo, que esta función de la filosofía como “madama” no es estrictamente lo mismo que la anestética. Más bien la anestética —el repliegue autorreflexivo del filósofo ante los efectos provocados por las verdades independientes (propias) del arte— produjo que su discurso sobre el arte se vuelva una especie de crítica de arte donde se agrega, sin embargo, la noción restablecida de verdad. El filósofo se convierte en un crítico-ontólogo del arte.

Pero, insisto, el filósofo anestético no sólo realiza una argucia con la crítica de arte sino también con la figura de la curaduría. Así es como Badiou define al filósofo como alguien que “toma las verdades, las muestra, las expone, enuncia dónde se encuentran” (60). Hay en el anesteta y su sombra, clandestinamente, la figura del filósofo como curador de las verdades. 

¿Y qué significa “mostrar” las verdades del arte? Dice Badiou: “mostrarlas significa: distinguirlas de la opinión”. Y aquí vuelve el conservadurismo ontologista de Badiou, que lleva la discusión de la verdad a una crítica de la democracia. “De manera que la cuestión actualmente es sólo ésta: ¿hay otra cosa que la opinión, es decir —se perdonará (o no) la provocación—, hay otra cosa que nuestras ‘democracias’?” (60).

No tengo problema alguno con la superposición que Badiou implica de la filosofía con la crítica de arte: al contrario, me gusta ese (y todo) conflicto. Tampoco me molesta la (subrepticia) aparición de la curaduría-de-las-verdades (que creo está más en mi análisis de Badiou que en el texto de Badiou). Mucho menos tengo objeción de que la filosofía critique a la democracia: ¡todo lo contrario! Lo que me parece débil, truculento la defensa de la (retro)filosofía y el cuestionamiento de la democracia ocurran mediante lagunas geopolíticas y mediante resurgencia del eurocentrismo, y, curiosamente, la discusión termine en el restablecimiento de la figura del filósofo continental como autoridad patriarcal de la verdades (re-eurocentradas).

Badiou es un filósofo sagaz. Pero es necesario entender que una parte importante de la popularidad y respetabilidad de Badiou deriva de ser un varón blanco insistentemente eurocéntrico. Una de las causas del retorno de la filosofía (de Badiou al realismo especulativo) es la conveniencia de la resurgencia de la autoridad del hombre blanco como sujeto de la verdad. 

Zizek es intempestivo, escandaloso, incluso grotesco; mientras que Badiou es sereno, entrañable, bonachón. Y entre uno y otro cumplen el rol de ratificar al varón blanco como el sujeto clásico de la filosofía. (Este rol también lo interpretan Agamben, Rancière, Bifo y un amplio etcétera hoy súper-estelar). Esta subjetividad blanca patriarcal ocasiona que, por ejemplo, las universidades norteamericanas los acojan con entusiasmo.

Si la crítica poscolonial y, sobre todo, decolonial pudo ser un turn off emocional para el sujeto intelectual hegemónico, las superestrellas intelectuales blancas funcionan como su re-turn on. Las modas sorpresivas y el canon estable del mercado académico y editorial globales están muy determinados por el afectivo cuidado de sí del sujeto neo-hegemónico.

Zizek y Badiou re-legitiman la propia autoridad blanca de la intelectualidad universitaria norteamericana. No es casual que tras ellos hayan seguido Quentin Meillassoux, Graham Harman, Markus Gabriel, como nuevos protagonistas del regreso a la filosofía… justo en una época de revueltas feministas y descolonizadoras en muchas regiones del mundo.

Leída geopolíticamente, la inestética de Badiou tiene aspectos de Safe Space blanco y Retreat micro-patriarcal. Es una retrotopía de la filosofía para desacelerar, administrar, dosificar, cooptar, las teorías post-coloniales finiseculares y, sobre todo, ser una alternativa o muro al pensamiento anti-colonial y descolonizador. No hacer este señalamiento sería perder de vista, justamente, las novedades de lo contemporáneo, es decir, lo propiamente contemporáneo.

Parte del truco (re)colonizador es ser ciego y sordo a la crítica radical, y sólo reformar al Amo y, por lo tanto, obligar a la descolonización a repetir su crítica. El “Amo” es quien juega a ser sordo, y pedir que se escuche su magisterio y juzgar la respuesta política del colonizado como una molestia monotemática.

Así también el patriarcado se reitera y, por lo tanto, obliga a las feministas a repetir sus señalamientos y, acto seguido, acusarles de ser monotemáticas. Es necesario señalar, a su vez, esta estructura en que el Amo obliga a la repetición del otro y otra.

La inestética no es una propuesta aislada de Badiou, sino una variante de distintos regresos (o regresiones) a la filosofía característicos del inicio del siglo XXI. Este regreso a la filosofía (hoy encabezado por el arco que va de Badiou al realismo especulativo) es concomitante del regreso a Marx. Ambos regresos tienen componentes de retorno de lo reprimido y reocurrencia tragicómica (para pensarlo desde el propio Marx). Este espíritu hacia una retro-filosofía es complejo, y en su complejidad debe ser entendido geopolíticamente. Con el regreso de la filosofía vuelven también sus figuras eurocéntricas. Pero también regresa e ingresa algo más.

Esta inestética, por otro lado, ya es un espacio intrafilosófico y extrafilosófico que opera en nuestra época. La filosofía ya construyó o, más bien, acrecentó ese espacio de resguardo, para administrar los efectos que el arte contemporáneo —donde hay mucho arte no-occidental, no-patriarcal— ocasiona en el archivo y actualidad de la filosofía. La inestética como resguardo intrafilosófico ya existía antes de Badiou. Ha sido, como dije, uno de los núcleos mismos de la Estética histórica. Pero la inestética ahora ha adquirido un aura contemporánea, mediante un regreso a la ontología y, a la vez, mediante una legitimación de cierto arte contemporáneo. 

Más que una crítica desde la inestética es necesario una crítica hacia la inestética. Ni el culto comunismo patriarcal de Badiou-Zizek ni la filosofía cool del realismo especulativo pueden nublar los otros archivos y actualidades que desde el siglo XX hasta el presente XXI han estado emergiendo para el pensamiento. 

Pensar para descolonizar implica pensar lo canónico y lo extracanónico, lo estructural y lo inesperado, lo emergente y lo resurgente. No debemos reducir el regreso de la filosofía a una jugada recolonizadora del pensamiento mundial. Pero no pensar geopolíticamente a la retro-filosofía sería demasiado ingenuo.

La colonia moderna empleó la figura del Progreso para extenderse planetariamente. Bien sabemos que desde hace un tiempo esta figura cayó en desprestigio. Así que es necesario advertir que la figura del Regreso ahora es desplegada para seguir extendiendo la colonia moderna.


[1]“Arte y filosofía”, en Pequeño manual de inestética, G. Molina, L. Vogelfang, J. L. Caputo y M. G. Burello (trads.), Prometeo, Buenos Aires, 2009, p. 45. En el resto del ensayo colocaré las páginas fuente entre paréntesis.

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JUSTINO FERNÁNDEZ, ERUDITO CRÍTICO ESPIRITISTA

Heriberto Yépez

Me fascina la crítica como anacronismo metafísico. Comentaré aquí a un continuador mexicano de Baudelaire, menos poético pero más erudito. Justino Fernández creía que la crítica era una revelación hermenéutica sólo apta para especialistas.

Justino Fernández es quizá el mejor crítico de arte mexicano del siglo XX. Lo oculta su poca gracia estilística y el poder político y poético de Octavio Paz, el otro gran crítico de arte de ese periodo mexicano. Desgraciadamente, Fernández devino una especie de autor empolvado en las librerías de viejo y en la hagiografía burocrática de Ciudad Universitaria.

Pero si buscamos propuestas teóricas en la crítica de arte en México, antes de Juan Acha y Octavio Paz, sobresalen algunas páginas de Justino Fernández. Me enfocaré en una intervención suya que resume su visión de la crítica: “El lenguaje de la crítica de arte”, su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en 1965. Leamos aquí su definición del crítico. 

La palabra clave de los episodios teóricos de Justino Fernández es síntesis. El crítico debe conseguir una síntesis, noción que en Fernández tiene un sentido vectorial y químico. El crítico debe contar con sensibilidad, inteligencia, imaginación y cultivo histórico. Dice Fernández: 

“Ya que la obra de arte es una síntesis expresiva de las condiciones del artista, y que éstas son semejantes, en principio, a las [condiciones] del crítico, la cuestión de la crítica radicará en las coincidencia entre las condiciones de uno y otro, consideradas como polos de un mismo eje… La relación del crítico se establece con el artista, por medio de la obra de arte, y no con ésta como cosa, como algo que sólo esté allí para se objeto de un goce estético y de una consideración teórica… Por el contrario, la crítica de arte, en su más alto nivel, es testimonio de relaciones humanas; es la expresión de cómo un hombre, el crítico, siente, comprende e imagina que es otro hombre, el artista, partiendo siempre de la obra u obras específica”.[1]

Para este tipo de crítica hermenéutica, la obra de arte (“síntesis expresiva”) es una memoria que alberga las condiciones históricas y personales del artista. Esta memoria es síntesis porque distintas fuerzas y contenidos convergen en la obra. La memoria es expresión porque requiere a un artista como mediador sui generis. La obra como síntesis expresiva es inusual y magistral. La obra de arte aquí representa a una época y colectividad gracias a su forma excepcional. Las obras que cumplen la paradoja de ser síntesis y excepciones permiten la acción del crítico.

Para Justino Fernández, el artista y el crítico se sitúan en polos opuestos de un mismo eje. El eje son las condiciones compartidas por ambos. O, mejor dicho, el eje aparece cuando el crítico logra sintonizar el mundo (espiritual e histórico) irradiado por la obra de arte. 

Entre ambos polos de ese eje sintónico está la obra de arte. El crítico logra conocer el mundo del artista por medio de la obra, que contiene ese mundo sintetizado. La crítica desempaca al mundo del artista. Estudiando y reexperimentado la obra, el crítico expresa (escrituralmente) cómo siente, comprende e imagina qué es ese otro humano, el artista. Para Justino Fernández, la crítica de arte es testimonio de cómo un ser humano se relaciona con otros por medio de la obra de arte. Ese testimonio es tan convulsivo como sigiloso.

Fernández repetidamente define a la obra como una “una síntesis emocionante”. Esta síntesis es emocionante porque la co-incidencia de muchas fuerzas en la obra de arte crean un intenso campo afectivo que se activa con el contacto (estético e intelectual) con esa obra. La obra nos emociona porque está llena de fuerzas. La obra como radiografía de la yuxtaposición del mundo del artista y el nuestro.

En principio, para Fernández “la crítica de arte… nos pone en relación con otros hombres del pasado y del presente, por medio de sus obras”. Pero el encuentro sólo vale como acto de crítica de arte si el crítico establece la originalidad de esa obra y artista.  “Si suprimiera la comparación con otras obras del pasado y de su tiempo, abandonaría la posibilidad de establecer la originalidad”.[2]La crítica de arte busca compartir un mundo con un humano excepcional. Fernández es un crítico romántico.

Como en Baudelaire, en Fernández hay una teología subyacente. Dice, por ejemplo: “Al fin y al cabo, los humanos nos interpretamos unos a otros, e imaginamos cómo son los demás, porque saberlo a ciencia cierta, sólo a Dios es posible” y en otra parte: “Lo expresado corresponde en última instancia al misterio que es todo hombre”.[3]Aquí Dios es el único posible científico del arte. El humano sólo es crítico de arte: sólo interpreta, sólo imagina. Y cada humano, a su vez, es un misterio o, al menos, se vuelve un misterio. El fantasma al otro extremo del eje sintónico.

La crítica de arte de Fernández depende de una leve teología romántica. Como leve teólogo romántico, Fernández exige al artista un esfuerzo inmenso que conjuga dominio de la técnica, inmersión de la tradición y, sobre todo, originalidad verificable. El crítico debe realizar un estudio histórico-comparativo para identificar y certificar la originalidad formal del artista y sus implicaciones “circunstanciales y universales”, es decir, de qué manera el artista alteró su campo artístico nacional e internacional. Esta alteración puede ser inmediata o retardada. 

Si leemos la conferencia de Fernández en 1965 podremos comprender las páginas que dedica a la cuestión de los neologismos en la crítica. Fernández tenía entonces 61 años. Él era un crítico que creció con la invención y canonización del muralismo y los estudios prehispanistas, así como la creación de la idea del arte nacional mexicano. Era un hombre del paradigma de las Bellas Artes, con la pintura como centro. En 1965, la emergencia del arte contemporáneo, desde el Happening hasta el Pop Art, no revolucionó su mirada, ya solidificada desde décadas atrás. Así que en su discurso de 1965, Fernández quiere advertirnos contra el uso o simpatía por los neologismos en el mundo del arte. En ese momento había una explosión mundial de nuevos términos para designar técnicas, movimientos, intenciones e incluso nuevas disciplinas artísticas. Había, en realidad, una nueva manera de pensar y hablar del arte. Fernández, desde su propio mundo, se resistía ante la nueva escena.

Además, Fernández provenía de una tradición intelectual donde el crítico de arte intervenía en medios y foros más allá del puro ámbito académico. Por eso recomienda que el crítico se prohíba “la posibilidad de ser deliberadamente enigmático, si en verdad pretende la comunicación con otros, que es lo que justifica su actividad”.[4]Fernández incluso pide al crítico escribir de modo discreto.

Fernández visualiza al crítico como un empático analista, un historiador filosófico, conminado a ser un escritor claro. No debe olvidar, además, que informa a los lectores de “una comunicación espiritual entre el arte, y los artistas y el público”.[5]En 1965, Fernández era un crítico conservador, reticente al arte contemporáneo mundial. (Pero no lo olvidemos: este último Fernández era contemporáneo de los efímeros pánicos de Jodorowsky, las provocaciones de Gurrola y los stunts de Cuevas). Leído en el siglo XXI, su sutil teología y su culto de la crítica como actividad mediúmnica erudida resulta tan intrépida como el video-art y el performance contracultural.

Hay otros detalles que hacen interesante su concepción de la crítica. Compendiaré un puñado.

En Orozco de 1942, Fernández anota que la forma de la conciencia artística no tiene como fin expresarse “sino sino irse expresando pluralmente, cavando a lo largo de la vida del artista”.[6]La obra es un episodio expresivo. La expresión total del artista sólo se realiza a lo largo de su vida-obra y sólo se puede conocer en retrospectiva por la crítica. Fernández aborrecería este término, pero está afirmando que la conciencia artística más que expresiva es transpresiva.

En su Prometeo de 1945, Fernández sintetiza que la obra artista es “una bella expresión de la conciencia”.[7]Fernández quizá no utilizaría el término, pero está diciendo que la obra es eunoia, bello pensar. Desafortunadamente, lo eunoico es también una idea que nuestro tiempo ha perdido, alegando que lo bello es un efecto puramente social. La obra como eunoia es una hipótesis más interesante.

Y en Coatlicue de 1954, la crítica (“una síntesis de la razón y de la pasión”) ocurre, según Fernández, gracias a una conmoción estética que conduce a la conciencia estética completa por medio de un doble revelación:

“la conmoción estética producida por la obra de arte ha de completarse con el contenido histórico, sólo así se puede alcanzar la conciencia estética completa… Es la conmoción estética inicial la que verdaderamente provoca la apertura a la comprensión y redondea ésta para sí al darle una imagen, un contenido histórico, válido para su objeto. Aquí me parece que encontramos el puente que articula una y otra actitudes y que es la revelación, por la conmoción estética de la belleza de la obra, y la revelación de su contenido o sentido histórico, por la investigación crítica, interpretativa”.[8]

El crítico expresa tal “revelación consciente estético-histórica” gracias a la revelación inicial de belleza de la obra que lo conmueve, y que luego él debe transformar en un estudio, donde ocurrirá otra revelación de su contenido o sentido histórico. Revelación primera en el encuentro con la obra. Revelación segunda al investigarla. La crítica de arte como reincidencia de la revelación.

El método de Fernández es iconológico y doxográfico, pero también con disimulados saltos románticos, hasta proponer un canon. Como todo buen romántico: quiere un canon, quiere un panteón teológico-estético. Su método puede parecer muy sensato: una crítica hermenéutica. Pero como vieron los detractores de la hermenéutica, se trata de una metafísica y una teología. Pero, como no supieron observar tales detractores, la crítica nunca ha dejado de ser metafísica ni hermenéutica. Y cuando el crítico insiste en no serlo, qué ingenuo.

Me interesa aquí, entonces, recuperar a Justino Fernández. Pero no como una reiterada figura del paradigma nacional-académico de la crítica (centralista) en México, sino como un emocionante crítico metafísico comparatista que, por una parte, elaboró pausados estudios sobre el obras del canon y, por otra parte, como un crítico que poseía una disimulada idea de la crítica como operación fantasmagórica. 

La obra de arte como reservorio de mundos expresados por geniales artistas inusuales. Y la crítica como un acto de alineación espiritual dentro de ejes sintónicos y mediúmnicos que permiten la comunicación espiritual con esos otros sujetos artísticos distantes. La crítica como antigualla probablemente ridícula, museica y, en todo caso, poética y, muchas veces, sobrenatural.

Alfred Jarry llamaba patafísica el estudio de las excepciones. Justino Fernández, que no gustaba de la neologística, a su propia patafísica, simplemente, le llamaba crítica. Él quería pensar a la crítica hermenéutica como prudente perplejidad. Yo prefiero pensarle como delirio persuasivo. 

La historia del arte como mística encubierta. La crítica como adivinación disfrazada de análisis. Toda obra, ouija.


[1]Justino Fernández, “El lenguaje de la crítica de arte. Discurso (fragmento)”, en Pensar el arte, Universidad Nacional Autónoma de México, 2008, pp. 201-202.

[2]Ibid., pp. 214 y 210.

[3]Ibid., pp. 209-210.

[4]Ibid., p. 206.

[5]Ibid, p. 214.

[6]Justino Fernández, José Clemente Orozco. Forma e Idea, Porrúa, México, 1942, p. 22.

[7]Justino Fernández, Prometeo. Ensayo sobre Pintura Contemporánea, Porrúa, México, 1945, p., 3.

[8]Justino Fernández, Coatlicue. Estética del arte indígena antiguo, Universidad Nacional Autónoma de México, 1959 (Segunda edición), p. 263.

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CUATRO TIPOS DE CRÍTICOS SEGÚN SIQUEIROS  (Y EL ARTE MÁS ALLÁ)

Heriberto Yépez

Comentaré y corregiré una de las mejores tipologías de la crítica de arte hecha por un artista. Se trata del esquema de David Alfaro Siqueiros, uno de los tres grandes del “muralismo”, la vanguardia del arte público marxista mexicano. Siqueiros planteaba que había cuatro tipos de críticos:

El crítico termometrista

El crítico panegirista

El crítico mercenario

El crítico analítico

Según Siqueiros (“en México, como en todas partes”), las tres primeras formas de crítica (la termometrista, la panegirista y la mercenaria) son las únicas existentes. La cuarta (la crítica analítica) debe todavía desarrollarse.

Así definía Siqueiros a la crítica termometrista: “aquella, que de buena fe, pretende analizar los fenómenos estéticos como simples fenómenos milagrosos, pretende descifrar la obra aislada de un pintor como fenómeno integral, y cubre su natural fracaso con la ostentosa costra de una literatura”.[1] Siqueiros se opone a la idea de que la crítica de arte se elabore con un termómetro poético, como arengaba Baudelaire.

Siqueiros cree que la crítica termometrista se fundamenta en la ideología del artista y de la pieza “excepcionales” como islas autosuficientes de sentido. El segundo virtuoso defecto de la crítica termometrista es ser literaria. (Juan Acha luego haría eco de estas ideas de Siqueiros). La crítica termometrista realiza su comentario pensándolo como una pieza literaria que responde a una joya artística.

El segundo tipo de crítica errónea, según Siqueiros, es la crítica panegirista: “esto es, la crítica apasionada, emocional puramente, aquella que hace de su gusto particular una teoría y, muy literariamente, hasta una supuesta doctrina estética”. Aquí el crítico pasa de la obra como joya a la obra como semilla de una estética, usando a su gusto personal como la trama de una generalización teórica sobre lo artístico lo bello universal. El crítico termometrista falla por aislar el valor de una otra; el crítico panegirista, por extrapolarlo.

El tercer tipo de crítica de arte errónea —la crítica mercenaria— es la más perniciosa. Mientras las dos primeras son errores literarios y filosóficos que pueden ser cometidos de “buena fe”, el crítico mercenario, en cambio, opera abiertamente para el capitalismo. “La crítica mercenaria, esto es, aquella que se liga premeditamente al mercado artístico, al negocio de las galerías, y en esa actitud levanta y sostiene valores, muchas veces falsos. Es decir, una crítica que apareció, como institución, por obra y gracia de los nuevos mercaderes del buen negocio de la pintura moderna de París, desde principios del siglo en curso”. La crítica mercenaria posiciona artistas y obras para promover prestigios y ganancias.

Al servir intereses políticos expresos o inherentes al aparato capitalista, asimismo, la crítica mercenaria devalúa el arte que no sirve a sus intereses de clase.

Según Siqueiros, la crítica mercenaria es colonizadora: fortalece la axiología imperialista del arte en regiones cuyo arte está en proceso de descolonizarse.

La crítica mercenaria, según Siqueiros, colaboraba con “la progresiva destrucción de nuestro importantísimo movimiento original en las artes plásticas” demeritando la trascendencia mundial de la vanguardia de arte público mexicano y ensalzando a los pintores (de “La Ruptura”) que retrocedían a los valores de genio individual y la obra (aparentemente) apolítica.

Siqueiros también tuvo razón a largo plazo. Entre la sedimentación de la crítica paceana en México y la labor de contra-insurgencia de cierta crítica académica en Estados Unidos, se debilitó, muy astutamente, el reconocimiento y credibilidad del “muralismo”. La traducción de esos criterios (liberales) pro-capitalistas, a los programas de educación escolar y mediática convirtió a las ideas de la “crítica mercenaria” en Historia del arte automatizada en el gusto y comentario de la propia escena del arte nacional.

Siqueiros, envuelto en la discusión cultural mexicana, no alcanzó a proyectar que la crítica académica norteamericana legitimaría “científicamente” muchos ingredientes de la crítica mercenaria.

Pero sí logró percibir el efecto combinado de la crítica de arte altocultural (“termometrista” y “panegirista”) y la crítica de arte “mercenaria”. En sus memorias así se refiere a la relación de la crítica de arte con la obra de Tamayo, Soriano, Gironella, Vlady, Cuevas, entre otros:

“De nada les sirvió a los nuevos grandes de la pintura mexicana que la crítica profesional de arte en México se volcara prácticamente íntegra en su favor. Ciertamente los Westheim, los Nelken, los Cardoza y Aragón, los Sánchez Flores, los Gual, iniciaron una intensa campaña de publicidad en su favor… Un profundo desprecio vergonzante constituía el motor esencial de su crítica de arte. Nada de lo que se había hecho en México podía aspirar a tanto”.[2]

Estos artistas, según Siqueiros, retrocedían hacia estéticas capitalistas re-colonizantes. La crítica de arte que los colocaba como la nueva cima del arte “mexicano”, legitimaba este retroceso como si fuera una “ruptura” de avance. Siqueiros era implacable.

La célebre frase “No hay más ruta que la nuestra” ha sido tomado como una evidencia de la intransigencia de Siqueiros. Este juicio es sólo parcialmente cierto. La frase, en realidad, no indica que “no hay más ruta que la nuestra en el arte”, sino que se trata de un sintagma que pertenece a un enunciado que podríamos resumir así: En este momento histórico no hay más ruta que la nuestra que plantee cómo la producción artística innovadora debe enlazarse —en forma y contenido— con la lucha anticapitalista, y que impulse conscientemente hacia el comunismo.

Ni Pollock ni Cuevas parecían a Siqueiros como movimientos (“rutas”) que contaran con un programa que enlazara la creación artística con la transformación mundial. Siqueiros consideraba que no había otro movimiento artístico que contara con un manifiesto simultáneamente estético y político de largo alcance.

La falta de esta “ruta” (metarrelato, movimiento, programa, manifiesto, método) tenía como comparsa a la triple crítica que Siqueiros condenaba. Y para posibilitar el refortalecimiento y continuación de la única “ruta”, Siqueiros aconsejaba sistematizar lo que llamó “crítica analítica”.

Así la definió:

“Hace falta… una crítica analítica que estudie los antecedentes, secuencias, culminaciones y descensos de las artes plásticas, como fenómenos históricos, como expresiones que están ligadas a la vida, idiosincrasia y gustos sociales correspondientes… Una crítica… que juzgue el progreso de una marcha productiva teniendo invariablemente en cuenta la meta final de esa marcha, pues de otra manera le es imposible calificar el valor de cada uno de sus pasos”.

Por “crítica analítica”, entonces, Siqueiros pensaba una crítica marxista, de fuerte tinte sociológico, y que tenga un metarrelato de cuál es la finalidad del arte en el progreso político hacia el comunismo. Siqueiros pensaba al arte como un instrumento de propaganda al servicio del metarrelato comunista. Deseaba que la crítica de arte estableciera cómo cada artista, cada periodo suyo, cada obra importante, alimenta al proyecto comunista.

Siqueiros sabía que la subordinación permanente del arte a la política de oposición y luego de Estado llevaría al arte a su muerte. Por eso su “ruta” aunque era larga, no debía ser eterna. Siqueiros creía que había que subordinar al arte a la revolución sólo hasta alcanzar el estado comunista efectivo, y que en ese momento, el arte podría liberarse. Incluso pensaba que el arte puro llegaría con el comunismo:

“…el ‘arte puro’ como supremo ideal estético… no podrá florecer más que dentro de una sociedad comunista integral… Dentro del comunismo integral podría florecer un arte superior, una estética pura, independiente de todas las desviaciones creadas por su inevitable subordinación política. Una plástica ajena por completo a lo descriptivo, a lo representativo, a lo anecdótico, a lo utilitario, a la escolástica, surgiendo en cambio una plástica absoluta, bella en sí y de por sí. Formas puras en la plástica”.[3]

Siqueiros no lo precisó, pero su teleología del arte y, por ende, su “crítica analítica” debieron formularse dos metas: vigilar que el arte colabore con el avance del comunismo y, entrenzadamente, con el avance del “arte puro”.

Siqueiros no llegó a fusionar en una sola explicación este doble movimiento helicoidal. Mucho menos sus adversarios observaron esta paradoja. En parte, Siqueiros no logró tomar autoconciencia de la complejidad de su propia propuesta debido a su abuso de la jerga marxista ortodoxa. Con esa jerga no se llega lejos.

Antes de seguir discutiendo la propuesta de Siqueiros en sus propios términos, conservemos esta visión del doble devenir del arte contemporáneo hacia el arte venidero.

La reformularé (corrigiendo a Siqueiros) así: Hay dos rutas coexistentes hacia al nosotros comunista y el puro arte.

El error de Siqueiros residió en creer que la crítica del arte debía ocuparse sólo de fomentar la ruta comunista, dejando al futuro realizar el salto hacia el arte puro. No alcanzó a aceptar que la crítica del arte podría entender que el arte radical avanza en dos rutas (que convergen y bifurcan alternadamente), dos rutas que deben cuidarse simultáneamente, sin postergación, desde este presente histórico hacia el futuro.

Ahora bien, si volvemos a escucharle en sus propios términos, ¿qué tipo de ser humano podía convertirse en un crítico analítico según Siqueiros?

“Yo afirmo que solamente pueden hablar de pintura o escultura, en forma conveniente y útil para los productores y la cultura en general, aquellas personas (burguesas o proletarias) que por su cultura superior, que por sus antecedentes también de arte en alguna de sus formas, están en condiciones de ser consideradas como hombres de profunda penetración y de gusto más elevado que el grueso público intelectual y el que tienen las masas en su conjunto… Solamente son las minorías educadas, a pesar de todo, las únicas que pueden apreciar los valores reales en las artes plásticas. Así fue siempre y así sigue siendo ahora”.[4]

Dentro del programa (elitista) de desarrollar la “crítica analítica” Siqueiros contemplaba tres variantes o líneas, que enumeraba así: “contracrítica… crítica a la crítica, y simultáneamente… autocrítica”.[5] Siqueiros no detalla aquí en que consistirían estas tres ramas de la “crítica analítica”, pero podemos suponerlo, por una parte, dado su programa de pensar al arte de acuerdo a “la meta final de esa marcha” y, por otra parte, dado sus denostaciones contra la crítica pro-capitalista.

La “contracrítica” sería una forma de crítica analítica que impulsa el arte desconocido, desatendido o condenado por la crítica pro-capitalista. Y la contracrítica también sería una crítica que analiza el arte pro-capitalista para debilitar su avance.

La “crítica a la crítica” sería la crítica analítica dedicada a analizar la crítica pro-capitalista (para desarticularla) y la propia crítica analítica (para perfeccionarla).

La clave quizá sería la “autocrítica”: la crítica de los propios artistas, que les permitiría producir y pensar al arte en relación con la larga marcha hacia el comunismo. Así es como el sistema de Siqueiros —en sus propios términos— pensaría los tres frentes de la crítica analítica.

Si incorporamos la corrección que hemos hecho a Siqueiros —reemplazar su idea de una única “ruta” por el modelo de una ruta doble, una contradicción de doble espiral—, la crítica analítica, deviene, al menos, una crítica dialéctica o, aún mejor, una crítica doble del arte

Todas las formas de críticas y autocríticas del arte estarían así dedicadas a potenciar que el arte colabore con la formación de una justa humanidad comunista y, al mismo tiempo, liberar el arte de estar sujeto a las metas sociales (incluida el comunismo) para permitir que el arte cumpla su propia meta ontológica más allá de las metas sociales.

El arte nos emancipa. Pero el arte se emancipará de nosotros.

Una crítica del arte sociológica —primordialmente política— es una crítica demediada: antropocéntrica. Una crítica radical del arte sigue una doble ruta, porque sabe un dato bello y terrible: en su origen y en su meta, el arte no es humano.


[1] D. A. Siqueiros, “Propósitos esenciales del Centro de Arte Realista Moderno. En favor del paso a una etapa superior”, en No hay más ruta que la nuestra. Importancia nacional e internacional de la pintura mexicana moderna. El primer brote de reforma profunda en las artes plásticas del mundo contemporáneo, México, Segunda Edición, 1978, p. 79. Las citas que no contengan llamada provienen de esta misma fuente y página.

[2] D. A. Siqueiros, Me llamaban el Coronelazo, Grijalbo, México, 1977, pp. 497-498.

[3] D. A. Siqueiros, “El Sindicato”, en Textos inéditos de David Alfaro Siqueiros, Héctor Jaimes (comp.), Siglo XXI Editores, México, 2012, p. 55.

[4] D. A. Siqueiros, “Rectificaciones sobre las artes plásticas en México” (1932), en Documentación sobre el arte mexicano, Raquel Tibol (ed.), Fondo de Cultura Económica, México, 1974, pp. 49-50.

[5] D. A. Siqueiros, No hay más ruta que la nuestra, p. 80.

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FREUD Y EL POST-PSICOANÁLISIS DEL ARTE

Heriberto Yépez

Sigmund Freud formula climáticamente su visión del arte al final de la “Lección XXIII. Vías de formación de síntomas” de sus Lecciones introductorias al psicoanálisis (1916-1917). Ahí condensa su teoría psicoanalítica sobre el artista, la obra de arte y la reacción de los públicos. A pesar del siglo transcurrido desde esta formulación, frecuentemente se le parafrasea de modo incompleto o erróneo. La comentaré para ir gradualmente mostrando sus consecuencias post-psicoanalíticas.

Así cierra la Lección XXIII:

“Antes de terminar esta conferencia, quisiera llamaros todavía la atención sobre una de las facetas más interesantes de la vida de la fantasía. Se trata de la existencia de un camino de retorno desde la fantasía a la realidad. Este camino no es otro que el del arte”.[1]

Percatemos que Freud utiliza imágenes póeticas dentro de su explicación. Al pensar el arte, le aparece la imagen lírica de un “camino de retorno”. En este imaginario freudiano, el arte no es una primera ruta de la fantasía sino su posterior cambio de rumbo. El arte, según Freud, es un proceso que sale de la fantasía para dirigirse de vuelta hacia la realidad.

Freud —frecuente cartógrafo— antes había asentado que el “reino psíquico de la fantasía halla su completa analogía en la institución de ‘parques naturales’”.[2] El arte es un camino entre el “parque natural” de la fantasía y la realidad (social). Notemos que en la analogía de Freud tanto el camino (el arte) como el parque natural (la fantasía) son creaciones socioculturales. Freud pone entre comillas su carácter “natural”; cree que el mundo de la fantasía busca recrear un orden vital pre-social, pre-histórico, pre-civilizatorio imaginariamente. La fantasía se trata de un refugio artificial.

Tanto la “fantasía” como el “arte” son instituciones (¡disfrazadas de intuiciones!), “donde las exigencias de la agricultura, de las comunicaciones o de la industria amenazan con destruir ese bello paisaje”.

Esta reserva pseudo-natural ha sido instituida en una etapa tardía, y se inspira en la imagen primitivista de un pasado más instintivo y propicio, que invoca leyes casi mágicas.

Freud imagina al artista primero como un fugitivo que sale de esa naturaleza institucional y después como un caminante que retorna a la “realidad” para buscar una mayor satisfacción libidinal.

Inmediatamente Freud agrega: “El artista es, al mismo tiempo, un introvertido próximo a la neurosis”. Este tipo de sujeto es simultáneamente un artista y un introvertido. Su ser-artista sale de la fantasía de vuelta a la realidad, mientras su ser-introvertido sigue volcándose hacia sus fantasías privadas, es decir, hacia “un alejamiento de la libido de las posibilidades de satisfacción real y su desplazamientos hacia fantasías consideradas… como inofensivas”.[3] Detengámonos en esta doble dinámica: el arte como camino saliente de la fantasía hacia la realidad y, al mismo tiempo, el artista como un caminante que se introvierte. El arte como progresión espiral.

En Freud, el arte no es una fuga realizada por la fantasía. El arte es la fantasía que retorna hacia la realidad. Jugaré un poco con términos freudianos: el arte es el retorno-de-la-fantasía.

A nivel psicosocial, la actividad del artista lo conduce de salida del mundo de la fantasía común hacia una mayor satisfacción, pero dentro de sí mismo el artista conserva la (tendencia) psicodinámica individual de huir de las posibilidadades de satisfacción real hacia la satisfacción fantasiosa. Como si el movimiento de traslación del artista se dirigiera hacia la realidad, pero su movimiento de rotación hacia la fantasía.

Este devenir se puede describir, al menos en dos vías: el artista fantasea camino de vuelta a la realidad. Y el artista fantasea huyendo de la fantasía.

El artista desea la satisfacción envuelto en este doble movimiento. El arte es una contradicción creadora.

Por así decirlo, el artista contra-fantasea: produce e interactúa con un tipo de fantasía que está insatisfecha con la pura fantasía.

Según Freud, el artista no es un introvertido pre-neurótico cualquiera, sino “un introvertido… animado de impulsos y tendencias extraordinariamente enérgicas”. Freud tenía una concepción del artista como un sujeto hiper-energético. Y agrega: “[el artista] quisiera conquistar honores, poder, riqueza, gloria y amor”. En la imagen que Freud tiene del artista hay un sujeto con exceso de energía libidinal y, a la vez, un individuo fantasioso en constante riesgo de neurosis.

El artista desea satisfacer sus deseos en la realidad, “pero le faltan los medios para procurarse esta satisfacción y, por tanto, vuelve su espalda a la realidad, como todo hombre insatisfecho, y concentra todo su interés, y también su libido, en los deseos creados por su vida imaginativa”. Para Freud, el proceso del artista está dirigido por esta dialéctica entre un excedente libidinal y una introversión fantasiosa.

E indica que esta “actitud… fácilmente puede conducirle a la neurosis”. Este pasaje de Freud implica la existencia de unos artistas que logran terminar el proceso y otros que sucumben (parcial o totalmente) a la neurosis:

“Son, en efecto, necesarias muchas circunstancias favorables para que su desarrollo no alcance ese resultado, y ya sabemos cuán numerosos son los artistas que sufren inhibiciones parciales de su actividad creadora a consecuencia de afecciones neuróticas”.

Aquí, inequívocamente, Freud establece que la neurosis merma la capacidad creativa del artista. Sin decirlo explícitamente, Freud considera al arte como un camino en dirección (directa o paralela) a la plenitud.

Freud no reserva el nombre de artistas a aquellos que terminan el camino de vuelta a la satisfacción. “Artista” en Freud es todo individuo que hospeda la dialéctica entre fantasía introversiva y camino-de-retorno a la realidad.

En Freud, la obra artística está claramente en la meta. Pero define al artista como alguien que puede ocupar diferentes posiciones del trayecto, no exclusivamente como quien alcanza (siempre) la meta.

Freud incluso reconoce que son necesarias “muchas circunstancias favorables” para que el artista no sucumba en la neurosis. Frecuentemente se cree que Freud define al artista como un neurótico. Pero aquí categoriza al artista como un introvertido y, sobre todo, al arte como un camino que busca o logra salir de la neurosis.

Al artista la realidad le resulta insatisfactoria: se refugia en la fantasía. Y al artista la fantasía también le resulta insatisfactoria: conduce su fantasía artística hacia la realidad.

Freud dice sobre el artista: “su constitución individual entraña seguramente una gran actitud de sublimación y una cierta debilidad para efectuar las represiones susceptibles de decidir el conflicto”.

Por sublimación, Freud se refiere al proceso en que “las fuerzas pulsionales sexuales son desviadas de sus fines sexuales y orientadas hacia otros distintos”. Este proceso de sublimación, agrega, “proporciona poderosos elementos para todas las funciones culturales”.[4] El artista sublima, es decir, reconduce fuerzas pulsionales sexuales hacia la apercepción de sus propias fantasías y su refiguración hacia obras estéticas.

Freud no lo precisa aquí, pero el arte no sería la transformación directa de líbido en arte, sino la transformación de fantasías privadas —alimentadas por excedentes libidinales— en obras de arte públicas.

La sublimación en Freud es un fenómeno mayormente inconsciente (no se trata de un logro de la técnica o maestría del artista solamente); y su resultado es distintivamente aceptable y celebrable. Freud pensaba la sublimación como un logro evolutivo desde lo pulsional-sexual hacia lo alto-cultural. Paradójicamente, es un logro civilizatorio producido por “una debilidad” (un falla) para producir represión. 

Según Freud, el fantasioso común se contenta con tener “escasos sueños diurnos” (conscientes e inconscientes) y, en cambio, “el verdadero artista… sabe dar a sus sueños diurnos una forma que los despoja de aquel carácter personal que pudiera desagradar a los extraños y los hace susceptibles de constituir una fuente de goce para los demás”.

En este esquema, el artista es un sujeto donde ocurre menor represión porque otro mecanismo lo supera. Al no sufrir el bloqueo de la neurosis, el artista logra relacionarse más libremente con sus sueños diurnos. El artista se distingue energéticamente del resto. Su vida imaginativa es bañada por más energía. Para Freud, el artista posee una relación más intensa con la excitación.

Y el artista, asimismo, consigue eliminar suficientes componentes personales de sus sueños diurnos, que pudieran “desagradar a los extraños”; esta eliminación de lo directamente personal convierte a sus sueños diurnos en “fuentes de goce” para otros. Este logro no es preponderantemente consciente. El despojo de estos componentes es parcialmente consciente (mediante su refiguración, por ejemplo) y parcialmente inconsciente (a modo de disposición intrasomática que se activaría en el artista). El artista no logra la sublimación, sino que la sublimación logra al artista.

Casi al término de esta definición del arte, Freud da un giro intrigante: indica que el artista “sabe embellecerlos [sus sueños diurnos] hasta encubrir su equívoco origen y posee el mismo poder de modelar los materiales dados hasta formar con ellos una fidelísima imagen de la representación existente en su imaginación enlazando de este modo a su fantasía consciente una suma de placer suficiente para disfrazar y suprimir, por lo menos de un modo interino, las represiones”.

El artista embellece sueños diurnos. Ya nos dijo Freud, que este embellecimiento excluye lo personal, que según él, produce desagrado en otros. Este embellecimiento encubre el origen de la fantasía del artista. Embellecimiento es (cierto) encubrimiento, sostiene Freud.

Además, Freud atribuye al artista otro poder: el de modelar los materiales hasta darles una forma (exterior, perceptible a otros) similar a la representación dentro de su imaginación deseosa. En esa fase del trabajo artístico, Freud implica que el arte se debe a la conjunción de técnicas (conscientes) y procesos (inconscientes) indivisibles, y de índole mimética y conductora: se trata de que emerja una obra perceptible a otros, similar a su fantasía y transmisora de energía libidinal. Su similitud a fantasías (ya transpersonales) y riqueza energética, dice Freud, permite vencer la represión.

¿En quién? Tanto en el artista como en los receptores de la obra de arte.

“Cuando el artista consigue realizar todo esto, procura a los demás el medio de extraer nuevo consuelo y nuevas compensaciones de las fuentes de goce inconscientes, devenidas inaccesibles para ellos”.

Las fantasías diurnas del artista, por haberse vuelto estéticas y transpersonales, son tomadas por otras psiques como facilitadoras de extraer consuelo y placer que, debido a la represión, no alcanzan ordinariamente en sus vidas. Las obras de arte, según Freud, proveen a los públicos alivios libidinales, acceso a imágenes del deseo, sensaciones de satisfacción y, en general, un estímulo externo (la obra) que excita energías psíquicas desde fuera, ya que intrasomáticamente hay bloqueos (represiones). La obra de arte, desde fuera del cuerpo, puede proveer de una interacción libidinal compensatoria; es un estímulo cuyo efecto psicodinámico se sentirá como reacción en el cuerpo del público del arte.

Freud finaliza: “De este modo logra atraerse el reconocimiento y la admiración de sus contemporáneos y acaba por conquistar, merced a su fantasía, aquello que antes no tenía sino una realidad imaginativa: honores, poder y amor de las mujeres”. Como podemos escuchar, el final muestra que Freud estaba pensando en el artista varón heterosexual.

Este final es equívoco. En otros textos Freud muestra cómo el homoerotismo energetiza obras artísticas o intelectuales. Freud podría estar implicando que la sublimación, como él la concibe, es heterosexualizante en la obra resultante. O que la sublimación permite un placer homoerótico vía lo estético encubridor. O que el homoerotismo es parte de las fuerzas que posibilitan la sublimación.

En todo caso, podemos escuchar que Freud equipara arte con satisfacción y, fuera de todo mero psicologismo, define al arte como un acontecimiento social entre el artista y el público, que intercambian beneficios balsámicos o placenteros, tomando como ejes a obras musicales, literarias o visuales.

Recapitulemos: desde el inicio de su síntesis, hay indicios de que Freud elabora su visión del arte utilizando tanto su conocimiento clínico como su imaginación poética.

El final de su “Lección XXIII” es una psicosíntesis del arte, más que un psicoanálisis del arte (que ocurre en sus estudios más detallados y extensos). Este carácter psicosintético nos provee de una importante pista: en el breve pasaje se han cristalizado contenidos mixtos. Y la cristalización post-psicoanalítica tomó la forma de un microrrelato.

En su microrrelato, Freud narra una historia completa, que inicia con un personaje abriendo la puerta de su fantasía privada hasta terminar, renglones después, en medio de su pública entronización orgiástica.

Su uso de imágenes poéticas sugiere que hay zonas especulativas en su teoría, que Freud suturó con cierto sueños lírico-diurnos: parques naturales, caminos, incluso happy endings.

Otro indicio de la participación de la intensa imaginación poética en su explicación del arte es que ocurre al final de su conferencia, no como conclusión lógica o recapitulación temática, sino como coda. Su definición del arte es un desvío de su tema presentado, es un camino aparte; digresión, divagación, apéndice, cierto atajo.

El final de la conferencia lo confirma: Freud fantasea que el artista obtiene “honores, poder y amor de las mujeres”. ¿Por qué digo que Freud fantasea? Históricamente muchos grandes artistas no han recibido reconocimiento o premio social por sus obras. Freud fantasea al artista verdadero.

Ahora bien, Freud acertó en consignar que muchos artistas tienen la fantasía de éxito crítico, político y erótico.

La teoría del arte de Freud está psicosintetizada con mucha experiencia clínica, capacidad conceptual experta, cierto hilo filosófico, fantasía poética e ideología occidental.

Quizá Freud confluyó con la fantasía de muchos artistas. Históricamente, por supuesto, está fantasía no queda corroborada; especialmente, tratándose de artistas que no son varones y eurocéntricos. En el esquema patriarcal de Freud también parecería exagerarse la caracterización hiper-libidinal del sujeto artístico.

Su distorsión de la recepción pública del arte es muy importante para identificar los errores de la teoría del arte de Freud: su perfil heroico del artista y su modelo apoteósico de la obra de arte.

Si corregimos esta definición del artista como héroe y de la obra de arte como apoteosis, la teoría de Freud no queda necesariamente invalidada en su totalidad. Pero sí hay componentes que devienen cuestionables. Por ejemplo, su idea de que el público premia con fama y goce al artista, dado que muchos obras son rechazadas por los públicos inmediatos y sólo póstuma o intermitentemente reconocidas. La obra de arte no se recibe exclusivamente por el proceso que Freud describe.

Para comprender la teoría freudiana del arte dentro de un panorama más amplio propongo denominar como leucotropismo al proceso descrito por Freud. Leucotropismo sería la tendencia a lo blanco (leuco): lo depurado. Es probable que una parte de este proceso leucotrópico es realizado por la represión común y otra por la sublimación (artística) descrita por Freud.

Lo leucotrópico contrasta con lo melantrópico, los procesos que tienden hacia lo obscuro, lo “irracional”, lo tabú, lo monstruoso, y todos los valores que la civilización tiende a rechazar o considerar “feos”, anómalos, inapropiados, violentos, confusos o dañinos. Freud cree que la obra de arte se elabora por procesos finalmente leucotrópicos, y por eliminación eficiente de lo melantrópico.

Freud no está solo. Muchas teorías canónicas de lo bello artístico, desde Winckelmann hasta Warburg y desde la poética aristotélica hasta el programa minimalista, obedecen a un esquema en que el arte es definido como una satisfactoria leucotropización, una “depuración” de los elementos melantrópicos. Pero no todo arte ha seguido este paradigma.

Su visión unilateral del arte a favor de lo leucotrópico y en desdén a la relevancia de lo melantrópico en la producción, consagración y recepción del arte, es otro de los defectos de esta microteoría del arte freudiana.

Pero su gran acierto es establecer que la obra de arte no es sintomática. En Freud, el arte es sublimatorio. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, críticos culturales y opositores de Freud no parecen entender esta diferencia. Muchos críticos, por ejemplo, interpretan obras de arte como si fueran sintomáticas. O se atribuye a Freud considerar al artista como un enfermo, atormentado o neurótico; cuando Freud lo define e imagina como lo contrario: un fugitivo de la neurosis, un individuo más satisfecho, cuyas obras son acciones intensas que generan reacciones inesperadas en otros.

Freud se equivocó en pensar al artista como héroe hiperlibidinal patriarcal; la obra de arte como apoteosis y a la sublimación como leucotropismo.

Pero (involuntariamente) acertó en reconocer que las élites eurocéntricas modernas obedecen a ese esquema tripartita.

El final de su psicosíntesis del arte muestra (involuntariamente) la operación distorsionante de la fantasía dentro del análisis freudiano del arte. Pero no debemos perder de vista su hipótesis principal: el arte es sublimatorio, esto es, el arte es la fantasía que se ha liberada de su inercia neurótica, la fantasía que nos reconduce hacia experiencias superiores a la sensibilidad reprimida y la imaginación común, dirigiéndonos hacia los placeres estéticos.

Si reventamos la burbuja fantasiosa patriarcal de Freud sobre el artista verdadero, se aprecia mucho mejor su verdad subversiva: el núcleo transpersonal del arte no es neurosis. Y si el arte no proviene de la neurosis, por ende, el arte no puede ser psicoanalizado.

El psicoanálisis del artista termina donde termina su neurosis. Y la obra de arte al superar los mecanismos que provocan la neurosis, pide otra forma de crítica que ya no es el psicoanálisis.

Analizando sueños y síntomas de pacientes neuróticos, Freud puso los cimientos del psicoanálisis. Pero asomándose a obras de grandes artistas, abrió la puerta a la dimensión post-psicoanalítica del arte.

Ahondaré más en esta dimensión en el siguiente ensayo.


[1] Freud, S. “Lección XXIII. Formación de síntomas”, en Obras completas, tomo 17, trad. Luis López-Ballesteros y de Torres (revisión de Jacobo Numhauser Tognola), Siglo XXI Editores y Biblioteca Nueva, Buenos Aires y Madrid, 2017, p. 2357. Excepto que lo señale, el resto de las citas de esta ensayo provendrán de esta misma fuente y página.

[2] Freud, S. “Lección XXIII”, p. 2355.

[3] Freud, S. “Lección XXIII”, p. 2356.

[4] S. Freud, “La sexualidad infantil” (Tres ensayos para una teoría sexual), en Obras completas, tomo 9, p. 1198. 

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LO METACONCEPTUAL. LA CRÍTICA VIDEOPERFORMÁTICA DE MARTA TRABA

Heriberto Yépez

1. De la crítica pro-pictórica al Episodio #18

En 1984 se transmitió en la televisión colombiana la serie Historia del arte moderno contada desde Bogotá de Marta Traba, la magistral crítica de arte argentina. La serie está fechada en 1983, en cuyo noviembre Traba murió en un accidente aéreo. La teleserie congrega 19 episodios y fue auspiciada por el Instituto Colombiano de Cultura (Colcultura). Ahí Traba revisitó la Historia del arte moderno, como su título indica, desde la longitudinal “periferia” latinoamericana y usando como eje al televisor.

Este recuento del arte moderno inicia con la exposición impresionista de 1874 y termina con el hiperrealismo. No puedo analizar la serie completa, avasallante en ideas, debates y subtextos: me centraré en el penúltimo episodio (#18), dedicado al arte conceptual. Comentaré la definición explicada ahí por Traba y luego colegiré las consecuencias de su episodio conceptualista.

El libro de Traba que más circula es Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas 1950-1970 de 1973; pero su obra más ambiciosa fue Arte de América Latina 1900-1980, aparecida en 1994. La crítica de Traba siempre favoreció lo pictórico. Ella anudaba el proyecto latinoamericanista con el arte moderno, más que con el arte contemporáneo.

La curadora y crítica puertorriqueña Mari Carmen Ramírez aseveraba en 2001 que hay dos “contradicciones” en la visión crítica de Traba. La primera contradicción consistía en que “a pesar de la tendencia arraigadamente teórica y sociológica de su obra, su marco teórico permaneció trancado entre dos puntos indisolubles: esencialismo ambiguo e ingenua metonimia de la vastísima realidad latinoamericana”. Ramírez sostenía que la segunda contradicción de Traba era “su predilección por la pintura a expensas de modos más experimentales de arte en aquel momento”.[1] Evaluemos este juicio.

En sus libros, Traba desconfiaba de los conceptualismos. Al marcar su distancia, además, clarificaba su posición en la crítica del arte latinoamericanista: “El discurso de las vanguardias, sostenido prioritariamente por el argentino Jorge Glusberg y el peruano Juan Acha, tampoco fue unitario… Para la presente autora, la capacidad revolucionaria de un artista radica en la eficacia y profundidad de su mensaje o comunicación; para Glusberg, en la ruptura de las reglas…”. Para Traba, “el arte llamado ‘de vanguardia’ se convirtió en el nuevo arte de élites”.[2]

A pesar de sus diferentes inflexiones crítico-políticas, aquí Traba, Glusberg y Acha comparten el paradigma (aún reinante) de la centralidad del mensaje y la función comunicativa de la obra de arte valedera. Traba (entre líneas) recrimina a Glusberg sobrevalorar el “arte de sistemas” pero resulta llamativo que afirme que “la capacidad revolucionaria de un artista radica en la eficacia y profundidad de su mensaje o comunicación”. Era otra su posición en su libro de 1973.

Y resulta cierto también que su perspectiva plástica tenía componentes de conservadurismo estético, ¡motivado por su anti-imperialismo! Traba vinculaba el arte pop y el conceptualismo a Estados Unidos. “Entre la imitación del pop norteamericano y la satelización al arte conceptual en Estados Unidos y Europa… la vanguardia se abrió un espacio en todo el Continente, tratando en muy pocas ocasiones de nacionalizar esas formas de expresión”.[3] Aquí Traba descalifica al arte conceptual por provenir del Norte Global y, más bien, por ser imitado colonialmente en América Latina. Pero no pasemos por alto que, sin embargo, en este último libro suyo, Traba incorpora la visión semiótica del arte (implícita con el arte conceptual). Se adhiere al modelo socio-semiótico.

Me atreveré a apuntar que había indicios de una creciente contradicción dentro del pensamiento de Traba. Pero no en el sentido de incongruencia (lógica y política) sino de (literal y dialéctica) contradicción: una ebullición de contrarios. Por un lado, Traba tenía un proyecto de izquierda plegado a lo pictórico; por otro, hay chispazos de la fuerza antitética: un goce por lo conceptualista (¡que objeta ideo-verbalmente pero que explora video-performáticamente!) Esta contradicción fructífera (post-pictórica y pro-conceptualista) ocurre en el Episodio #18 de su teleserie Historia del arte moderno contada desde Bogotá.

2. Episodio #18: Marta Traba Post-Marta Traba

En los episodios #14 y #15 sobre el Arte Pop y, sobre todo, en el #18 sobre arte conceptual, ocurre cierta simpatía por el experimentalismo posmodernista. En el #18, Traba se apropia del conceptualismo para la estructura de este episodio. Traba comienza explicando que grabarán sin interrupción, siguiendo un bosquejo libre que ella ejecutará en vivo en el estudio.

Para realizar su explicación, Traba ya no requerirá imágenes editadas en el estudio de post-producción sino que dentro del estudio de grabación utiliza “tableros” donde coloca recortes, fotografías, reproducciones sueltas y páginas arrancadas que muestran su (contra)historia del arte conceptual. En otros episodios la edición del programa es convencional, mientras que este Episodio #18 las cámaras graban a Marta Traba caminando en el estudio entre cables, tomando decisiones in situ sobre las imágenes. Se trata de un episodio conceptualista sobre el arte conceptual.

Traba abre el programa manifestando:

“Lo vamos a hacer exactamente como se debe… mostrándole al público —como quieren los artistas conceptuales— todo: la tramoya, el proceso, los errores… Al artista conceptual no le interesa para nada una cosa terminada, contemplada y vendible, sino que lo que le interesa es que el público sepa los trabajos que da, o los procesos, los problemas, los errores, inclusive… Todos somos los autores… Vamos a capitalizar errores”.

Esta regla conceptualista dura 24 minutos. Traba usa el episodio para subrayar el proyecto de toda su obra crítica: inscribir el arte latinoamericano dentro de la historia mundial del arte, mostrando sus aportaciones, originalidades, intercambios y desviaciones.

Por ejemplo, Traba arranca su cronología conceptualista con un performance de 1963 en que “Rauschenberg, Kline y… una bailarina [Carolyn Brown]” realizan un “espectáculo” que modifica la relación habitual entre artistas y públicos. Después de esta primera obra conceptualista comentada, Traba selecciona una pieza de 1973 del artista colombiano Antonio Caro como la segunda obra conceptual de su curaduría tele-crítica. El montaje de Traba es una paratáctica contra-historia del arte.

Para Traba, “arte conceptual” incluye desde el happening y el video-arte hasta el body-art y la poesía concretista brasileña. Traba dialoga con otras taxonomías (como la del crítico español Simón Marchán Fiz) pero su repertorio y tipología son personales y transgresivas.

Traba clasifica como conceptualistas por igual a Marina Abramović y a Décio Pignatari. Si bien su concepto de “conceptualismo” podría ser considerado demasiado suelto, tal expansión permite notar que el conceptualismo no es un ismo (entre otros) o siquiera una pululante constelación sino un rasgo transversal de todo el arte contemporáneo.

Simultáneamente, el conceptualismo le sirve a Traba para construir su historia mundial del arte y su americanismo (más allá del latinoamericanismo): “Toda esta especie de revolución comenzó a fines de 1950[‘s] cuando Allan Kaprow hizo… happenings… El Brasil dentro de América Latina ha sido el país que desarrolló más esta tendencia [conceptualista]”. Traba insiste en el dominio norteamericano (y la imposición reaccionaria del mercado) pero también enfatiza la respuesta original desde el sur conceptualista.

En el episodio televisivo, el conceptualismo sale mucho mejor librado que en sus libros. Quizá por el mero hecho que el Episodio #18 es una obra conceptual en sí misma. Una obra conceptualista hecha para la televisión pública sobre la televisión pública (y no sólo sobre el arte conceptualista), un experimento experto, en que monta y desmonta la historiografía eurocéntrica del arte, la descoloniza divertidamente, asumiendo el rol de teórica televisiva, académica procesual, profesora artística. El Episodio #18 es una obra excepcional y fascinante.

En la media hora de grabación, Traba plantea tres “campos de trabajo” (“grupos de tendencias” y “temas”, dice en otros momentos) dentro del arte conceptual: tres grandes categorías o direcciones que los artistas conceptuales operan.

Su primera línea conceptual es “Identificación”, que explica del minuto 6 al 9. La segunda línea es “Modificación del ambiente” (en otro momento dijo “modificación del medio” y “reinvención del espacio”) que va del minuto 9 al 16. Y la tercera línea de trabajo conceptual es “la inclusión de los textos y las palabras, las letras, en las artes plásticas” que va del minuto 16 al 24. No queda claro si estas tres líneas son todas las que Traba trazaba o si fueron las únicas tres que alcanzó a comentar en la media hora programada.

Notemos que Traba organiza esta tríada de Traba mediante lo formal. No presenta, digamos, un campo como protesta, denuncia o resistencia, que detona y atraviesa, por cierto, tanto arte conceptualista latinoamericano. A Traba parece interesarla la operación conceptual sobre la forma, más que su instrumentalización o contenidos. A pesar de lo dicho en su libro, ¡aquí el “mensaje” o “comunicación” no son elementos prioritarios de su visión sobre el arte!

Ideas definitorias que Traba ha establecido en sus libros, se relativizan o debilitan en su programa conceptualista. Pero el programa televisivo en sí mismo trabaja desde una ambivalencia con el conceptualismo, desde una contradicción que le permite entrar y salir de lo conceptual.

Por ejemplo, Traba define al conceptualismo como una valerosa crítica al arte-“arte”. Dice: “El arte conceptual debe relacionarse con las cosas de la vida [cotidiana] y debe salirse por completo de la capacidad de mercancía, de demanda, que tiene el arte-‘arte’, es decir, el arte tradicional”. Pero apenas le valora, Traba sostiene que el arte conceptual falló en su intención central:

“El arte puede tener una fuerte presión del medio, que es la que ha tenido el arte de Estados Unidos de los últimos tiempos, por ejemplo, pero a su vez para ser eficaz [el arte] tiene que también ejercer una presión sobre el medio, y en ese sentido no creo que el arte conceptual haya podido lograr su objetivo”. ¿Está Traba a favor o contra el conceptualismo?

La relación de Traba con lo conceptual es doble: una antítesis pródiga. Su metaconceptualismo produce obra estético-crítica en la medida que permite que su oposición intelectual al conceptualismo y su exploración técnica del conceptualismo coexistan.

Traba sentencia que el conceptualismo falló pero quedó como una aportación que amplió el instrumental del artista. Sentencia: “Pero [el arte conceptual] fue muy interesante como revolución, como transformación de los datos sobre los cuales trabajaba el artista”.

Este es su dictamen verbal, su epitafio a lo conceptual. Pero a nivel pragmático, su acción televisiva hace otra cosa, dice algo más: el videoperformance conceptualista de Traba muestra en 1983 que lo conceptual sigue mutando, en este caso, convirtiéndose en un documental lúdico, en una mezcla de crítica de arte y experimentalismo, de historia del arte e improvisación camarográfica. Oralmente, Traba juzga al conceptualismo como algo del pasado, algo superado; pero mediante su acción, Traba muestra que lo conceptual sigue transfigurándose.

3. Traba en retrospectiva

Cuando en 1965 Joseph Beuys explicaba arte a una liebre muerta, la obra tenía un claro sabor dramatúrgico, incluso grandilocuente y esotérico, era nuevo arte artístico, por así decirlo; en cambio, el ensamblaje de imágenes y comentarios de Traba para explicar historia del arte contemporáneo a su audiencia bogotana es una acción didáctica tan popular como erudita. La desconfianza que Traba mantuvo tantos años hacia la mayor parte del conceptualismo y experimentalismo sirvió aquí para hacer una acción y video conceptualista más fresco, denso y excitante. He dicho que se trata de una pieza conceptualista, pero sería más exacto decir que el Episodio #18 es una pieza metaconceptual.

Berger y Traba hicieron series de crítica audiovisual del arte. Ways of seeing tiene una atmósfera de salón escolar; Historia del arte moderno contada desde Bogotá, una atmósfera de calle latinoamericana.

Berger analiza la pintura en relación con los nuevos medios y la cultura visual; Traba, analiza la pintura moderna en relación con el arte contemporáneo. Inesperadamente, la visión intra-artística de Traba termina construyendo una serie más ambiciosa.

En Berger el manejo teatral de la voz crea un tono de certidumbre y arrojo; la voz en Traba, en cambio, sigue patrones de urgencia pedagógica, que la vuelven más autoritaria y, a la vez, más frágil: el riesgo crítico es mayor que en Berger. Berger obedece a un guión y un set controlados; Traba permite que el programa se descontrole, ya sea en la calle o en el estudio mismo. La voz y visión de Traba son más transgresoras.

La serie de Traba se perdió como referencia activa. Esta invisibilización se debió a factores como su muerte prematura, que coincidió, para mayor desgracia, con la consolidación de la contrainsurgencia neoliberal contra toda disidencia intelectual. También la discontinuidad editorial entre los países latinoamericanos impidió que una nueva generación de lectores y estudiosos mantuviera la memoria de la obra completa de Traba. Su preferencia por lo pictórico, por supuesto, no ayudó. Ni mucho menos el machismo.

Y, en general, críticos como Traba, Acha o Glusberg no se mantuvieron en debida discusión. Ya sea porque para algunos campos intelectuales (como el mexicano) dominados por una crítica (conservadora) de arte mediática y literaria, estos críticos de arte representaban una prosa demasiado teorizante, foránea e izquierdista.

Mientras que para el campo intelectual hegemónico (norteamericano) dominados por una crítica de arte académica (cuya aspiración profesional era la respetabilidad del journal), estos críticos latinoamericanistas eran unas autoridades ideológicamente problemáticas y, hay que decirlo, una competencia demasiado militante y, finalmente, anti-norteamericana.

La academia como supuesta neutralidad ante sus objetos de estudio, objetualiza a los sujetos y neutraliza la cultura; como estándar axiológico, estandariza la prosa; y como meta, mata. Todos aquellos autores, obras, ideas o tendencias cuya circulación y posteridad han dependido de la academia (por el desplome de otros sectores o grupos) han terminado cosificados y reducidos como fuerza estética y política en estas décadas de hegemonía de la crítica académica.

Traba, desgraciadamente, sufrió el destino de depender de la academia, que es la crítica hegemónica actual. Por eso su gran legado parece mera leyenda. Ahora bien, si la suerte de Traba y muchos otros críticos de los Sures Globales dependen de la academia es porque ni los artistas ni la post-crítica han sabido reactivar los archivos.

Estos multilaterales inconvenientes permitieron, por ejemplo, que cuando Luis Camnitzer replanteara la historia del conceptualismo en Latinoamérica en su libro Conceptualism in Latin American Art: Didactics of Liberation (2007), la referencia al episodio #18 de Marta Traba no fuese tutelar. Desde hace años, el episodio está en línea. Pero es como si estuviera ahí. Como si no hubiese capacidad colectivizada de disfrutarlo críticamente, esto es, desde la dialéctica entre sus propios términos de juego y otras jugadas reflexivas.

4. Arte conceptual. Lo conceptual. Lo metaconceptual

En suma, para Traba lo conceptual es una producción experimental (preferentemente colectiva), mitad regla programada, mitad acontecimiento impredecible. Un operativo de metadiscurso creativo.

Para Traba el conceptualismo es un arte que falló en su objetivo crítico, y que, al devenir archivo y técnica, ella como crítica reanima. Traba reactiva al arte conceptual (como contenido) para contra-historiar al arte mediante todo tipo de reemsamblajes. Y lo reactiva (como forma) para construir un conceptualismo que critica al conceptualismo. Traba hace una crítica metaconceptualista: una crítica de arte que es una obra de arte. La pieza de Traba, sin embargo, forma parte de un transición más amplia que su propia trayectoria crítico-experimental.

En cuanto al conceptualismo (más allá de Traba), creo que el arte conceptual, finalmente, devino una categoría general: lo conceptual.

Y lo conceptual ya no entendido como adjetivo de un cierto tipo de arte, sino una poética propulsiva que puede incluso salir del arte. Por ejemplo, lo conceptual que salta hacia la crítica.

Lo conceptual se transforma en un modo de producción (centrado en el proceso, no tanto en el producto). Un modo de producción proceso-céntrico que renueva todo tipo prácticas y disciplinas al mismo tiempo que las estetiza. El arte conceptual se volvió Lo Conceptual.

Lo conceptual infecta los modos de producción de otras disciplinas, volviéndolas prácticas artísticas. Lo conceptual ya no es una forma de arte, sino una forma de convertir en arte toda forma de producción discursiva, una estrategia conceptualizante que salta desde el arte hacia otros discursos y procesos culturales. Algo hubo de viral en lo conceptual-conceptualizante.

En tanto, lo metaconceptual sería un opción en que el arte conceptual es transferido a otro campo de producción realizando una reflexión conceptualista (o conceptualistoidal, por así decirlo) sobre el conceptualismo. Un metadiscurso transcreativo, para ser más precisos. Lo metaconceptual aplica recursos de las distintas tradiciones conceptualistas en otros campos, pensando al conceptualismo histórico a la vez que desplazándose hacia otras zonas.

Lo metaconceptual, por ejemplo, lleva décadas paulatinamente transformando a la poesía en una forma de arte, cada vez menos una rama de la literatura. Lo metaconceptual, asimismo, está produciendo una nueva forma de crítica.

Lo metaconceptual podría provocar que el nuevo arte del siglo XXI ya no surja de una ruptura innovadora dentro del arte mismo, sino que la renovación del arte ocurra desde otra disciplina.


[1] M. C. Ramírez, “Sobre la pertinencia actual de una crítica comprometida”, en Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas 1950-1970, Marta Traba, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2005, p. 51.

[2] M. Traba, Arte de América Latina 1900-1980, Banco Interamericano de Desarrollo, Washington, 1994, pp., 146-147. (No puede dejarse de anotar la ironía de qué iniciativa editorial publicó el libro póstumo de Traba).

[3] Ibid., p. 149.

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DISTINTOS TIPOS DE CRÍTICOS Y POST-CRÍTICOS. (RE: JUAN ACHA Y LA CRÍTICA DE ARTE HOY)

Heriberto Yépez

¿Ha cambiado la tipología de la crítica de arte desde fines del siglo XX? Comentaré los tres tipos de críticos que Juan Acha estableció en 1992 y, desde entonces, cómo ha mutado la crítica.

Acha fue un teórico y crítico peruano, protagónico en Latinoamérica. Desde los años setenta, ya avecindado en México, publicaba con regularidad en revistas y diarios. Era un influyente agente teorético, editorial e institucional de la escena del arte. Sus libros teóricos circularon bastante en los años ochenta. Fue hacia finales de siglo, cuando perdió presencia: Acha había ya muerto (1995), el eufónico esquema paceano había fosilizado mucha crítica de arte, el clima intelectual era tamizado por un duopolio oficialista y, en los círculos de avanzada, la agenda teorética se inspiraba por la teoría francesa y la academia norteamericana.

Los libros de Acha se recubrieron de un aire escolar en las librerías de usado. Pero hacia la segunda década del siglo XXI, gracias el revival de los “conceptualismos del Sur”, Acha reapareció. Aunque más como personaje re-escénico del archivo que como cúmulo de ideas activas.

Crítica del arte. Teoría y práctica (1992) concentra su didáctica sobre la epistemología y retórica de la crítica. Según Acha, hacia finales del siglo XX, operaban tres tipos de críticos: los “masivos”, los “académicos y los “conceptuales”.

Por críticos masivos, Acha se refería a periodistas y comentaristas culturales. Algunos de ellos escritores literarios sin conocimiento profundo sobre el arte, pero diestros en el “buen escribir”. Acha responsabiliza a directores de diarios y jefes de suplementos por este tipo de críticos más bien nocivos; y quienes “por estar obligados a ser entretenidos… vedetizan al artista, fetichizan la obra de arte y mitifican las ideas fundamentales del arte” (Crítica del arte, Trillas, 2008, p. 59). Acha repetidamente amonesta la crítica de arte hecha por letrados.

No los nombra, pero se refería, en buena medida, a los epígonos de Paz (a quien Acha estimaba, aunque juzgaba que no conocía a fondo la teoría del arte). Sentenciaba Acha: “Octavio Paz deja sin precisar el cambio conceptual formulado por Duchamp en su obra… [Paz] penetra en el mundo estético y no en el conceptual; es decir, no lo hace en calidad de ensayista” (p. 78). Acha salvaba parcialmente a Paz, pero no al resto de la crítica de arte literaria mexicana y latinoamericana.

A los críticos de arte (puramente letrados) y a los periodistas culturales eran a quienes Acha denominaba críticos masivos.

El segundo tipo de crítico que Acha detectaba eran los críticos académicos a “quienes, formados únicamente en la historia del arte y habituados a ver el arte con espejos retrovisores, actúan con anacronismos… A sus anacronismos, la crítica académica suma su lamentable desconocimiento de los aspectos conceptuales o teóricos de las artes” (p. 59). Acha considera que estos críticos académicos, debido a sus gustos pictóricos (muchas veces pre-vanguardistas) y su visión pre-socio-semiótica, ignoran o desprecian al arte contemporáneo.

El tercer tipo de crítico, según Acha, practica la crítica conceptual, “capaz de ser desarrollada en los libros y las revistas especializadas” (p. 59) por no ser bienvenida en la mayoría de medios masivos impresos. Esa era la crítica que Acha deseaba impulsar.

Acha no aclara el adjetivo “conceptual”, pero se refiere a que ese crítico busca conceptualizar obras artísticas, y alude a la filiación de Acha hacia el conceptualismo. El crítico conceptual de Acha es el entrelazamiento de un crítico conceptualizador (un crítico-teórico) y un crítico conceptualista (un crítico no-objetualista). El crítico conceptual de Acha, entonces, se opone a la banalidad (o carácter literario) del crítico masivo y al anacronismo estético-teórico del crítico académico. El crítico conceptual los supera. Acha le asigna cinco “tareas”.

La primera tarea del crítico conceptual consiste en “analizar las obras de arte recién nacidas con el fin de producir un texto público destinado a los productores (autores), distribuidores (museógrafos) y consumidores (aficionados) de dichas obras… Al fin y al cabo, la crítica es parte de la distribución de una obra artística”. Además, Acha la celebra por ser “una crítica más bien sociológica” (p. 61).

El crítico conceptual debe atender el arte emergente y el arte reciente de la escena ya establecida. Ante esta obra presentánea, el crítico conceptual tiene como primer tarea “enseñar a interpretarla y valorarla, verla y sentirla, conceptuarla y gozarla” (p. 63). Se trata de un crítico didáctico avanzado. Escribe para lectores progresistas, artistas y curadores (“museógrafos”, escribía todavía Acha en 1992). El crítico conceptual colabora con la innovación teorizándola.

La segunda tarea del crítico conceptual “consiste en difundir en el ámbito artístico local los conocimientos artísticos producidos recientemente fuera del país” (p. 64). Por tratarse de un lector privilegiado y con acceso a diarios, revistas, contactos, exhibiciones, foros, catálogos y libros analíticos extranjeros recientes, el crítico conceptual es imaginado por Acha como alquien que filtraría esta información foránea hacia su localidad, donde la mayoría no tendría acceso a esos medios e información. El crítico conceptual es un insider de la alta cultura cutting edge, y un traductor transculturizador (diría Ángel Rama) del panorama ultra-moderno internacional en su propia cultura.

“La tercera tarea del crítico [conceptual] es detectar los procesos, fuerzas sociales y culturales de su país, para darlas a conocer a los interesados en el arte y para, consecuentemente, cambiar el curso de sus prácticas” (p. 64). En otras palabras, el crítico conceptual tiene mucho de crítico social del arte, de mediador curatorial de información artística y extra-artística. Quiere intensificar actitudes políticas entre consumidores, críticos, artistas y gestores. El crítico conceptual de Acha tiene un tinte conceptualista-latinoamericanista de la época: le interesa el arte de avanzada (postmoderno, contemporáneo) y le preocupa la crítica sociopolítica. El crítico conceptual es un intelectual progresista, cuyo teatro de operaciones es el mundo del arte.

La cuarta tarea del crítico conceptual es una réplica (liberal) a Baudelaire. “La cuarta tarea del crítico [conceptual] es promover la pluralidad artística en el ámbito local. Hasta los años sesenta, la crítica de arte fue militante y siguió la tradición implantada por Charles Baudelaire, quien tomaba la crítica por un actividad apasionada y personal” (p. 65). Este “pluralismo”, separaba a Acha de las formas más militantes de crítica izquierdista en Latinoamérica y lo acercaba políticamente, por cierto, a Octavio Paz.

La quinta tarea del crítico conceptual es ser un productor de textos teoréticos públicos, es decir, ser un crítico de arte contemporáneo y un teórico del arte en general.

Acha piensa al crítico conceptual como encargado de detectar las nuevas tendencias del arte, acendrarlas y analizarlas. “Interpretar es señalar posibilidades dentro de la relación objeto-sujeto… Lo que la obra quiere decir… Aquí se correlacionan las innovaciones de la obra de arte y la capacidad hermenéutica del receptor” (p. 77). Al hablar de lo hermenéutico, Acha no piensa en Heidegger, sino en Gadamer: una hermenéutica compatible con la semiótica, la sociología del arte y la estética de la recepción. El crítico conceptual de Acha es un pedagogo progresista que busca ejemplificar cómo interpretar una obra, en el sentido de cómo consumirla teórico-perceptualmente.

Esta crítica de arte no busca la verdad de la obra, sino reflexionar qué hay de nuevo en la obra y cómo podemos consumirla. Por eso el texto del crítico debe enfocarse “en la búsqueda de aspectos nuevos… para terminar enseñando [al lector] qué leer, interpretar y valorar en la obra de arte y cómo hacerlo” (pp. 84 y 92). El crítico conceptual tiene como “finalidad principal de su profesión: enseñar a consumir la obra de arte” (p. 98). En el modelo de Acha, el consumo intelectual está al centro.

A Acha no le interesa descubrir la ideología, sino la novedad. En este sentido, es un crítico de arte antes que un sociólogo del arte.

Esta didáctica del consumo hedónico-analítico debe centrarse en la “descripción crítica… en lo nuevo u original” (p. 99). Para localizar y desmenuzar el arte reciente que logra innovar, el crítico conceptual debe compararle “con sus similares… deduciendo cuáles rupturas son de la obra o de su autor y cuáles de su tendencia o de su género artístico” (pp. 99-100). Este crítico conceptual, a su vez, conserva cierto baudelairismo: se reserva el derecho de señalar “toda debilidad y ruptura conceptual de la obra criticada” (p. 103). Como Glusberg, Acha imagina un crítico que celebre el libre consumo del que desea ser comisario.

Discutamos la tipología de Acha. Lo primero que resalta es que su crítica conceptual sigue muy por delante de la mayoría de la crítica hoy en los suplementos y las revistas que han logrado sobrevivir en el neoliberalismo. Su doble compromiso por el arte contemporáneo, “recién nacido” y por la teoría lo hace sobresalir ante el magro panorama de los juicios conservadores (pre-conceptualistas) de mucha crítica hoy. A pesar de ser una obra que ha sido reeditada ampliamente, si revisamos debates periodísticos, internautas y universitarios, pareciera que su proyecto de crítica conceptual no ha logrado muchas (explícitas) adherencias.

Pero, ¿podemos todavía —descriptiva y prospectivamente— dividir la crítica en críticos masivos (mediáticos), críticos académicos (conservadores) y críticos conceptuales (insiders progresistas)?

Los críticos masivos siguen existiendo. Pero su poder ha disminuido.

Esta disminución del poder de la crítica masiva inició poco después del libro de Acha, con la mundialización de Internet y la infatigable creciente de lo que podemos llamar la post-crítica. Denominaré aquí como post-críticos a los comentaristas de arte de todos los niveles educativos (amateurs, estudiantes, públicos participantes y profesionistas del arte) que debido a las plataformas de Internet multitudinariamente opinan sobre obras y teoría del arte mediante posts de blogging o micro-blogging. No sólo les llamo post-críticos por ser críticos mediante el post sino también porque son post-críticos, es decir, intervienen en la discusión colectiva más allá de la estructura que sustentaba a la figura tradicional del “crítico de arte”, cuya función, identidad y autoridad ha sido puesta en crisis por la post-crítica electrónica.

Uno de los antecedentes de la post-crítica es el gossip, la tertulia, epistolarios y otras formas de comentarios (abrumadoramente orales) que servían como contrapoder a la palabra monológica e impresa del crítico (y sus columnas, reseñas, artículas, ponencias, entrevistas, conferencias y cátedras). Este antecedente cultural es uno de los componentes ambivalentes de la política-estética de la post-crítica, que puede oscilar entre un populismo reaccionario (hater) contra el arte contemporáneo y una crítica post-institucional hacia el art world.

En una vía paralela, la post-crítica también ha impulsado una ampliación sin precedentes del gusto por el arte, la visita a museos, la circulación de imágenes cool, el debate tribal de escándalos y acontecimientos del art world, además de una vasta labor de micro-curaduría y toda gama de apropiacionismo de imágenes artísticas. En esta dirección, han surgido multitudes de post-críticos mediante cuentas de redes sociales que usan texto, imagen, sonido y video habitualmente para construir su perfil discursivo y activismo acéntrico.

La crítica masiva de los tiempos de Acha sigue publicándose, pero ha sido avasallada por la post-crítica electrónica global. La crítica mediática reporta la noticia pero es la post-crítica quien se encarga de crear las tendencias de comentario.

En este siglo XXI, la post-crítica, en realidad, es la base común de toda crítica cultural. Un crítico tradicional (de diarios o revistas) o incluso críticos similares a los que Acha llamaba críticos académicos y conceptuales, actualmente operan como post-críticos para poder mantener presencia o hacer circular sus textos publicados en medios tradicionales.

Lo post-mediático (webs y redes) ha simultáneamente puesto en crisis y permitido sobrevivir a todo tipo de crítica hoy en la esfera pública. Para decirlo en términos prácticos, un crítico de arte cuyo artículo privilegiado aparece en una revista mensual de alta-cultura, debe tener cierta o mucha actividad como post-crítico el resto del mes digital. En cierto modo, todos los críticos y cuentahabientes culturales de Internet somos post-críticos cotidianamente.

El crítico masivo, entonces, es hoy residual y el post-crítico, una figura post-mediática ascendente y global como sujeto colectivo. Los consumidores que el crítico conceptual de Acha quería informar y guiar, hoy son frecuentemente consumidores-comentaristas. La post-crítica incluye tanto a estos consumidores-comentaristas como a los profesionistas-comentaristas.

Respecto a la “crítica académica” de la que escribía (negativamente) Acha, habría primero que precisar a quiénes se refería. Al calificar como “académica” a cierta crítica, Acha aludía a su uso figurativo, es decir, a la crítica afiliada simbólicamente a la pintura académica (¡que Manet desafió en el siglo XIX!). A grandes rasgos, Acha se refería a un tipo de críticos que sencillamente eran de gustos anacrónicos, pre-vanguardistas, de preferencias pictóricas.

Y parecería que Acha se refería a ellos en el libro no sólo como autores de textos sino también como clientelas, jurados o funcionarios culturales involucrados en la distribución y evaluación (reaccionaria) del arte.

También podría ser que bajo “académico”, Acha incluyera la crítica saliente de la Universidad Nacional Autónoma de México, y sus élites atrincheradas en lo pictórico y el nacionalismo. En cualquier caso, el uso de “académico” en Acha resultaba extraño internacionalmente porque en esa época la crítica académica mundial ya no podía caracterizarse como consensualmente retrógrada o distante del arte contemporáneo.

El uso de ese calificativo tenía algo de anacrónico ya en los noventa, cuando la crítica académica, literalmente académica (universitaria, doctoral) tenía ya una fuerte presencia y poder en la discusión del arte en lugares como Estados Unidos o Europa.

Esta influencia de la crítica académica contemporánea se debió no sólo a la inmersión de suficientes programas universitarios humanísticos en la Teoría Crítica, sino que hacia fin de siglo XX ya se había consolidado como sistema social que los nuevos artistas surgieran de las universidades. El grueso de los artistas de avanzada surgían de licenciaturas y posgrados. La crítica académica contemporánea era una de las ramas de esta nueva relación entre arte visual y las universidades.

Esta otra crítica académica actualmente tiene mayor jerarquía que la crítica de arte tradicional, hoy desprestigiada como crítica cultural (en el sentido de T. Adorno): una crítica ideológica basada en el gusto, en que un crítico (aplastantemente un varón blanco de clase alta) asume que su gusto personal tiene un valor superior y debe tomarse como criterio universal. La influencia de la crítica marxista, semiológica, feminista, sociologista, deconstructiva, post-colonial, los Estudios Culturales y los Estudios Visuales convirtieron entre los 1980’s-1990’s a la figura del crítico tradicional en una figura desprestigiada, y al juicio cualitativo sobre el arte en un muletilla impresionista e inaceptable para la crítica académica.

Esta crítica académica (doctoral) no es la “crítica académica” a la que se refería Acha, pero hoy esta crítica (erudito-institucional) es hegemónica mundialmente. Y en muchas revistas impresas y digitales, el autor literario que escribía sobre artes plásticas ha sido sustituido por académicos (emergentes u invitados). Además, la crítica académica ya no sólo aparece dentro de journals o foros universitarios, sino que también se hace presente como post-crítica en social networks de contactos profesionales y como textos (de visibilización y diversificación profesional) en webs y revistas más accesibles al lectorado electrónico.

Esta crítica académica se caracteriza por una fuerte relación (derivativa e instrumental) con la Teoría Crítica, un lenguaje liberal ya estandarizado y, sobre todo, determinada económica e ideológicamente por el aparato neoliberal en que funciona el mundo académico internacional, desde su political correctness finisecular y su blanquitud woke hasta su activismo coyuntural y precariedad estructural. La crítica académica contemporána es un sistema de muchos niveles jerárquicos; constituye el edificio crítico profesional más amplio de la actualidad.

La crítica conceptual planteada por Acha buscaba identificar el arte emergente innovador y expandir los consumos semiótico-hermenéuticos del arte, es decir, ser juez cualitativo-formal y comentarista socio-teorético de una escena creativa. La crítica académica contemporánea, en cambio, parte de la premisa de que el crítico ya no debe ser un juez cualitativo-formal sino solamente un analista socio-teorético (mayormente casuístico e hiper-especializado) en un área de estudios. Pero su expertise en info-insider, su proactividad laboral, su networking resiliente, su entrenamiento escritural y la contracción de los empleos universitarios impulsan al crítico académico contemporáneo a expandirse más allá de lo intra-académico.

La relación que la crítica académica contemporánea tiene con el arte emergente es preponderantemente coyuntural y mutuamente legitimante: los académicos para obtener un puesto en una universidad, o para ser pertinentes en el campo profesional (the job market) deben elegir nuevos objetos de estudio que les diferencien de los académicos ya establecidos y que, simultáneamente, les otorguen una ventaja competitiva con otros académicos emergentes (con objetos de estudio menos originales o menos ideológicamente atractivos). La relación del crítico académico promedio con su “objeto de estudio” está signada por la competencia laboral: se eligen los objetos de estudio, se les convierte en nicho o se les reemplaza velozmente, acorde las tendencias del mercado ideológico-laboral.

La crítica académica contemporánea no busca lo estéticamente superior sino que se enfoca en lo más propicio representativa, temática, identitaria o culturalmente dentro del aparato ideológico académico. Su mayor ambición no es intervenir en el campo del arte (como deseaba el crítico conceptual de Acha) sino inscribirse o mantenerse en una buena posición dentro del propio aparato académico. Esta es una diferencia económica crucial —no mejor o peor éticamente— con el proyecto de Acha.

Por su parte, el crítico conceptualista de Acha hoy resulta una figura histórica peculiar, un proyecto latinoamericanista y Sud-conceptualista de los años setenta-noventa. Su definición del crítico como un sujeto dedicado a identificar e interpretar lo nuevo del arte ya tenía entonces algo de retro-vanguardismo: lo “nuevo” como categoría estética había perdido importancia durante el postmodernismo. La teoría del arte entonces llevaba lustros discutiendo no lo nuevo sino lo intertextual y la remezcla, el  pastiche y el simulacro, la diferencia y el espectro, lo ecléctico y lo híbrido, lo sampleado y lo citacional. Lo “nuevo”, lo “original”, lo “innovador” que interesaba a Acha se volvían cada vez más fantasmales en esa misma época para otros teóricos.

La discusión post-crítica de los 2000-2020’s, por su parte, parece tener como consenso (más bien pesimista o irónico) que lo “nuevo” es algo ya imposible o improbable. La figura de un crítico centrado en lo innovador y rupturador del arte contemporáneo reciente sería vista con desconfianza o humor por la post-crítica mundial, que está persuadida de que el arte contemporáneo sufre una crisis de innovación y farsa mercantil.

Ahora bien, la segunda parte de la definición del crítico conceptual de Acha, en cambio, se ha vuelto hegemónica dentro del mundo del arte contemporáneo. Acha no ocultaba que el crítico conceptual podía describir e interpretar cualquier tipo de obras y disciplinas artísticas —Acha exigía al crítico entender cada disciplina en su propia dinámica y términos— pero era claro que imaginaba al crítico conceptual preferentemente volcado hacia lo que llamaba los “no-objetualismos”: las tendencias del arte contemporáneo “cuyos productos no interesan por sus atributos materiales, sino como meros soportes de una información o proceso, concepto o actitud” (p. 98). La definición del arte como un proceso portador de información lúdico-crítica-disensualya se consolidó como sentido común de la escena de las artes visuales y la crítica académica contemporánea.

Por otra parte, “conceptualismo” ha devenido un término paraguas y a punto de ser residual. Lo conceptual descreía de la expresión personal, que juzgaba como un falacia romántica. La post-crítica popular, en cambio, es post-conceptual: desde el blog confesional hasta el selfie, las tecno-estéticas globales mezclan al yo lírico y a la apropiación con similar intensidad; vivimos un neo-romanticismo, un neo-neo-expresionismo, un nuevo confesionalismo, un reset hacia el yo expresivo. Somos una escena global muy post-conceptual, y este término ha circulado (en más de una acepción) dentro de las propias artes y poéticas millenials, por ejemplo. Muchísima post-crítica es post-conceptual.

Hagamos el contraste final entre la tipología de Juan Acha y el panorama global actual:

  1. La crítica masiva (mediática) es residual, sobreviviente o, mejor dicho, resiliente.
  2. La crítica académica de la que escribía Acha es hoy juzgada como crítica amateur.
  3. La crítica conceptual es una figura histórica. Algunas de sus premisas fueron fracturadas (su confianza en el juicio cualitativo y la innovación incesante del arte) y otras premisas (compartidas con las universidades) se cristalizaron como sentido común sociologista-semiologista dentro del campo cultural.
  4. La figura de la post-crítica crece como paradigma del consumo-comentarista y como network-sociolaboral de distintos mundos de la cultura.
  5. La nueva crítica hegemónica es la crítica académica contemporánea. Su base de entrenamiento son las universidades. Y la crisis de las Humanidades y los recortes presupuestales son su bamboleante telón de fondo.
  6. La crítica-participante (hecha por los propios artistas y curadores, por ejemplo) convive hoy con la post-crítica y con la crítica académica contemporánea. Esta crítica-participante aumentó debido al protagonismo del discurso escrito en el arte contemporáneo y por el declive mediático del crítico de arte, cuyo vacío ha sido parcialmente llenado por los propios artistas y curadores. Ambos, frecuentemente, también funcionan como académicos universitarios. De cierto modo, la crítica-participante actual es el más cercano equivalente a la crítica conceptual que describía-prescribía Acha.
  7. Hay un retorno que Acha no atestiguó: la resurgencia de la crítica de arte filosófica. En los 1990’s y aún en los 2000’s, parecía que el sociologismo y academicismo de Bourdieu había sepultado a la estética kanteana y su idea de un arte epistemológica y espiritualmente autónomo… hasta que la popularidad del mesianismo de la imagen de Benjamin, la resurgencia de la Historia del arte de Aby Warburg, y la mera popularidad de filósofos como Badiou y Rancière provocaron —contra todo pronóstico posmodernista y finisecular— que la estética como disciplina filosófica esté de vuelta, y su paradigma (metanarrativo) de la obra de arte, reaparezca. La filosofía (dura), sorpresivamente, reclama una nueva posición dentro de la crítica de arte. E incluso atisba otro tipo de post-crítico: la nueva crítica filosófica del arte implicaría, por sus fundamentos ontológico-estéticos, un alegato de superación de las premisas sociologistas-semiologistas de la crítica académica contemporánea. Hay muchos indicios de que las próximas mutaciones del comentario intelectual-cultural ocurrirán en la zona multi-lateral de las distintas post-críticas.